[unomada-info] Crónica del 19 y 20 argentino desde Buenos Aires, por Alejandro Aguirre
raul en sindominio.net
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Sab Ene 4 16:24:00 CET 2003
raul en sindominio.net te ha enviado el siguiente
artículo desde la ACP/IMC Madrid
(http://acp.sindominio.net).
Mensaje de raul:
Éste es el amplio y emotivo relato que desde Buenos
Aires nos envía nuestro amigo y compañero Alejandro
Aguirre, que asistió y participó en las
movilizaciones y actos de este crucial aniversario.
http://acp.sindominio.net/article.pl?sid=03/01/04/150217&mode=thread
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Saturday 04 January a las 03:00PM
Crónica del 19 y 20 argentino desde Buenos Aires, por Alejandro Aguirre
By Lenz
19
Las bombillas iluminaban poco la ronda de cuarenta
personas. Congregadas en el ex banco ocupado por
vecinos, terminaban de coordinar los últimos
detalles del complot:
«Nos encontramos a las nueve en punto en el sitio
de reunión. Por favor, ni antes ni después».
De no cumplir la norma de seguridad, corrían el
riesgo de que la Policía, sin duda enterada del
plan -preparado y anunciado abiertamente desde
hacía dos meses-, podría irlos deteniendo
cómodamente a medida que fueran llegando.
El lugar de reunión -en pleno centro de Buenos
Aires- está en medio de una gran cantidad de
bancos. Muchos, desde hace alrededor de un año,
están recubiertos por gruesas paredes y puertas de
metal que ocultan y resguardan su interior. Parecen
bunkers emergidos de la tierra o castillos
medievales dispuestos al combate, listos a arrojar
desde sus techos calderas de aceite hirviente o
flechas o bolas de piedra. Algo así pasó hace un
año, cuando balas atravesaron los cristales del
HSBC, hacia fuera, asesinando a un muchacho en la
calle, mientras Argentina ardía.
En sus murallas de hierro, casi todos esos bancos
tienen una profusa multitud de pequeñas
abolladuras, rasguños hechos con piedras, ollas,
palos. Pintadas, graffitis, hojas de papel, cuentan
de la bronca y la tragedia de muchísimos que lo
perdieron todo en los últimos meses de 2001, tras
la implantación del "corralito", el "corralón"
-congelamientos bancarios-, la devaluación, la
pesificación de los ahorros en dólares y otra serie
de medidas con las que el gobierno de Fernando de
la Rúa y su ministro de Economía, Domingo Cavallo,
trataron de salvar un corrupto sistema financiero
que hacía aguas por todo lados.
Hoy el día amaneció con estampa de atardecer
triste, las calles aún húmedas por la lluvia de la
noche anterior.
Desde las nueve, de a poco, con la calma que la
costumbre de llegar tarde enseña, a la esquina a
cuatro cuadras de la Casa Rosada va llegando gente,
hombres y mujeres de asambleas barriales, de
organizaciones de derechos humanos, de sindicatos,
de colectivos de arte, de grupos gay y lésbicos, de
estudiantes, de ambientalistas, de ahorristas, de
agrupaciones de desempleados, de partidos de
izquierda.
Unas cuatrocientas personas. Los sitiadores.
Vienen a hacer presente y activo el recuerdo de la
masiva insurrección popular del 19 y 20 de
diciembre de 2001. Diciembre, cuando la crisis
económica y social de Argentina, antes vendida como
el modelo ideal de neoliberalismo para
Latinoamérica, terminó de reventar del todo -a
millones ya les había explotado antes- dejando
cientas de miles de víctimas, sin dinero, sin
trabajo. El país entero en convulsión.
La noche del 19, De la Rúa apareció en todos los
televisores, instaurando el estado de sitio,
anulando garantías para defender garantías. Las
palabras invocaban a los fantasmas del terror, los
de la dictadura, esa que secuestró, torturó y
asesinó a treinta mil luchadores.
Pero esa noche el miedo se había quebrado.
Comenzó en todo lado y en ningún lugar. ¡Clan,
clan, clan, clan! En sonido de las cacerolas, como
una llovizna que se va haciendo chaparrón, fue
inundando los barrios. Para todos fue entonces un
salir a la ventana, de la ventana a la acera, de la
acera a la esquina, de la esquina a la cuadra.
Mudos, mirándose los caras sin entender qué pasaba,
la cacerola clanclaneando en sus manos. Un deseo
colectivo los fue poseyendo a todos. Y toda una
Argentina que tantas veces se había negado tres
veces se puso a andar.
Ríos asombrados fueron los que cubrieron las
calles, y ríos asombrados fueron los que por
cientos de miles desembocaron frente al Congreso,
al Palacio de Gobierno. Y fue haciéndose, también
sin saber de dónde, un canto común que atronó
diciendo de tantas ansias, las de los desempleados,
las de los estafados, las de los jóvenes sin
destinos, la de los viejos con jubilaciones de
risa, las de todos: «¡Que se vayan todos, que no
quede uno solo!»
Un año después el grito es el mismo. «¡Que se vayan
todos, que no quede uno solo!».
Y una de las formas de intentar decirlo era este
"Piquete Urbano".
Como los piqueteros -trabajadores desempleados
organizados, que bloqueando calles, rutas y
autopistas desde hace años han ido ganando derechos
y recursos- los sitiadores aquí reunidos esperan
poder bloquear e impedir por hoy el funcionamiento
del Banco Central, de la Bolsa de Comercio, como
una forma de encarnar su rechazo a un sistema y un
modelo económico que saben ha destruido tanto y
desde hace tanto.
Una mujer gruesa, un sombrero navideño
encasquetado, golpea con un pequeño martillo la
inmensa puerta de acero del Boston Bank, un bastión
imponente. Una fila de policías de gorrita, firmes
pero no hostiles, cubren el frente de una sucursal
del Banco de la Nación Argentina.
Entre la aglomeración de banderas - aunque las hay
de una que otra asamblea barrial o agrupación
cultural, en su mayoría son de los partidos, que
poco caso hicieron al pedido de "una bandera por
organización"- emergen cuatro banderolas, de cuatro
opacos colores: blanco, azul, rosa y verde. Los
estandartes de cuatro equipos, de cuatro frentes.
Previamente, las distintas organizaciones habían
sido distribuidas entre ellos, dependiendo de la
cantidad de personas que irían, intentando formar
grupos equilibrados en cuanto a integrantes. Cada
frente tendría la responsabilidad de bloquear una
esquina determinada. Comenzarían con las del Banco
Central. La consigna: no debía pasar nada, ni
carros de caudales, ni motocicletas, ni bicicletas
ni sujetos a pie. Incluso los ahorristas
organizados que participan advirtieron sobre las
ambulancias -casi imprescindibles en casi cualquier
corte o marcha-: cuentan que hace un año se
utilizaron ambulancias para sacar el dinero de los
bancos, evadiendo así los bloqueos que cubrieron
toda la ciudad. En Argentina se comenta cómo el
dinero fugó del país en camionadas. Las banderolas
buscan reunir los grupos. Perezosamente, las tropas
se van agrupando detrás de ellas. Los tambores con
sabor a murga, los silbatos, las bocinas están en
plena ebullición.
Y de repente se callan, cuando un solo cántico
comienza a emerger de las cuatrocientas gargantas:
«Ohhhh, que se vayan todos, oh oh oh oh, Ohhhh, que
se vayan todos, que no quede, ni uno solo». Y
nuevamente estallan felices los tambores, silbatos
y bocinas, que acompañan el canto colectivo. Son
cerca de las diez de la mañana, y la comienza la
avanzada.
El estrépito -acompañado de vez en cuando por algún
petardo- se crece y resuena en el eco atronador que
choca en los macizos y apretados edificios que
bordean la calle estrecha. Los policías antes
apostados frente al banco forman columnas que
escoltan ambos lados de la marcha. Los carteles de
campaña de las elecciones internas del partido
justicialista -del que son líderes Menem y Duhalde-
para designar su candidato a la presidencia de
Argentina, no sobreviven al paso de la tropa. El
tráfico no ha sido detenido, y quedan atrapados en
medio de la marcha, estorbando, unos cuantos autos.
Dos taxistas, mirando hacia ningún lugar, tratan de
pasar desapercibidos frente a una turba que no
saben qué intenciones tiene al pasar junto a ellos.
También hay un camión de caudales amarillo. El
martillito golpea, resquebraja impunemente de mala
manera una de las ventanillas laterales de
gruesísimos vidrios. Dos calles más allá, el grupo
azul para. Es la primera de las esquinas a cerrar.
El resto sigue. Un grupo de policías queda,
haciéndoles compañía. En esta esquina hay un Banco
Galicia de gruesas vidrieras. Mientras el
martillito golpea las barandas doradas, los dorados
marcos, se rompen bolsas de basura, se amontonan
los desperdicios bloqueando las puertas giratorias,
cerradas al apuro hace unos instantes. Un hombre
comienza a escribir con una brochita, pintura
crema, los ventanales: "asesinos", "chorros"...
Desde el interior, unos cuantos empleados, un
guardia de seguridad, una anciana casi asustada,
cautiva mientras realizaba alguna transacción,
observan. Afuera los policías, en grupo, a menos de
dos metros, también observan. No intervienen. Ni
cuando se arrancan las plantitas de los canteros y
se las arroja sobre las puertas, ni cuando una
mujer le prende fuego a uno de los montones de
basura que tapa la entrada. Los policías ven, se
mueven ligeramente perturbados, pero no hacen nada,
a pesar de que el fuego va creciendo. Desde el
interior, el guardia de seguridad -bastante
tranquilo- tiene que lanzar por los resquicios de
la puerta un potente chorro de extintor de
incendios, que produce una nube que mancha los
cristales. Mientras, el resto de grupos ya han ido
ocupando sus posiciones. Los de la esquina con la
banderola blanca se están sin hacer ruido, frente a
un café desde el que algunos clientes los observan
y otros hacen como que los ignoran.
En la esquina del grupo rosa -que ha anunciado una
serie de "actividades artísticas" mientras dure el
cierre- cantan bajito, sin mucho entusiasmo, las
consignas que han ido naciéndose y mutando en todo
este tiempo de agitación: «No importa qué diga el
gobierno, a los caídos no los vamos a olvidar, en
cada lucha, ellos están, y con la patria liberada
volverán» -una y otra vez, y una y otra vez. «Y
dale alegría, alegría a mi corazón, la sangre de
los caídos se rebeló....». Entre ellos, cinco
muchachos vestidos de negro, los símbolos
anarquistas entre la ropa, se sientan en el suelo.
El grupo verde tiene más movimiento: hay percusión
de murga. Y entre los cuatro grupos, el Banco
Central de la República Argentina, ambas entradas
-sobre calles paralelas- cerradas a cal y canto,
prácticamente sin resguardo policial.
Ayer, quince minutos después de las cinco de la
tarde, en esta misma cuadra habían muchísimos
carros de caudales, los motores encendidos. Grupos
de seguridad privada, cubiertos con chalecos
antibalas, se movían de un lado a otro. Hoy apenas
queda un camión frente al Central, quieto, inútil.
En una de las esquinas, la más activa, se intenta
cortar todo paso, atravesando una larguísima
pancarta de franjas rojas y blancas que dice en
letras grandes: "EXCLUSION DESOCUPACION REPRESION
IMPUNIDAD". Los policías en esta esquina, arrimados
a un muro, observan, uno junto al otro. Pasa uno de
los jefes del escuadrón, también de uniforme.
Ordena: «Que saque los brazos, ¡Y bien parados!».
Firmes. Tendrán órdenes de no actuar, pero deben
seguir imponiendo respeto. La pancarta llega de
punta a punta, pero comienzan a sucederse los
conflictos con los transeúntes que circulan. Una
mujer cruza a los empujones, «¡No voy a dejar de
trabajar por ustedes!». Los roces se suceden en los
bordes. En la última reunión de planificación más
se discutió cómo enfrentar a la Policía, negociar o
no con las autoridades, qué grado de enfrentamiento
con el aparato represivo estaban listos a asumir.
En el terreno las cosas son diferentes. Las
bravuconadas de algunos pasantes les bastan, aunque
por momentos el cerco se consolida. En el piquete
hay pocas personas, y no terminan de imponerse.
Pocos transeúntes son los que no discuten. Los
únicos que no rechistan son dos policías que
llegan, ven, se dan la vuelta y se van. Esta
esquina es la más activa. Las otras no llegarán a
intentar el bloqueo total. Después de un rato de
roces, aquí tambien se opta por permitir la
circulación peatonal.
En la esquina rosa, un coro en círculo canta una
nueva versión del Himno a la alegría de Beethoven,
con el «que se vayan todos» de estribillo. Dos del
grupo utilizan botellones de agua vacíos como
tambores.
Mientras, dentro del sitio, algunos bancos y casas
de cambio trabajan, los clientes haciendo las filas
afuera, entrando a cuentagotas.
Con el paso de una hora y otra, los equipos se van
reduciendo en las esquinas, aunque el bloqueo se
mantiene. Muchos pasean de una a otra esquina,
aburridos, mezclándose con quienes circulan en sus
actividades cotidianas.
Frente al Banco Central, un par de mujeres escriben
con un marcador negro sobre el furgón amarillo "chorros",
"ladrones", "asesinos", "mafiosos". Nadie les dice
nada. Aquí también llenan de basura las entradas.
Una de ellas grita -gritará incansablemente por
muchísimo tiempo en su esquina- «¡Que venga un
almacenero, basta de economistas!».
En una de las esquinas hay otro Banco Galicia. «Asesinos
cómplices de la muerte de nuestros niños», tiene
escrito a la entrada.
A las once y media, en una de las esquinas apenas
quedan como treinta personas, pero dentro del cerco
algunos obstaculizan las entradas de clientes a
ciertas instituciones que, obligadas, se ven
forzadas a cerrar. En la esquina rosa sigue el
coro, otra canción. Entre ellos hay un par de
muchachos en calzoncillos crema, hojas de parra
hechas de cartón. Aquí y allá, un par de veces los
policías -forzados a no actuar- terminan siendo
víctimas de bellaquerías. En una esquina un grupo
de muchachos hacen un festivo trencito que los
contornea. Frente a un banco, otros -entre ellos un
muchacho disfrazado de piquetero, con pasamontañas,
llanta al hombro y un tenedor gigante en la mano
(?)- se amontonan a su alrededor, posando para la
foto. Los jefes policiales tienen que ir de un
lugar a otro, moviendo a sus hombres para evitar
que se juegue con ellos. La paciencia del cuerpo
represivo es impresionante. El gobierno está
apostando a sobrellevar sin conflictos estos sus
dos días fatales, y se nota.
Pero los grupos siguen disminuyendo en las
esquinas. Algunos ya se han ido definitivamente.
Cuando a la una de la tarde las campanas de la
Basílica de Nuestra Señora de la Merced comienzan a
tocar a rebato, los grupos comienzan a reagruparse
en una esquina. El bloqueo aquí estaba proyectado
originalmente hasta las dos.
Nuevamente comienzan a marchas. La escolta policial
a los costados se mantiene. «¡Hoy la banca no
labura, el diecinueve no hay usura!». El movimiento
reanima a la gente. Sus mismas voces, amplificadas
por el eco, los alientan otra vez.
El vestíbulo de la Bolsa de Comercio -una sola y
larga vitrina que cubre todo el frente del
edificio- está vacío y cerrado. Lo resguarda un
enrejado de gruesos barrotes. Frente a él, una
nutrida cadena de policías, estos ya con casco y
chaleco antibalas. Los policías -bajo el pórtico
techado- hacen un solo cuerpo, ciempiés en tensión:
cada uno agarra a su compañero de la izquierda
tomándolo del cinturón con una mano. Los brazos
derechos cuelgan rectos.
La marcha llega frente a ellos -un pequeño grupo ha
quedado antes, cerrando la primera esquina-. Los
cánticos se suceden. «¡Y dale alegría, alegría a mi
corazón, la sangre de los caídos se reveló. Ya vas
a ver, las balas que vos tiraste van a volver, y sí
señor, vamos a llenar de ratis el paredón!».
«¡El que no salta es un botón!». Muchos saltan.
Y de repente vuelan pequeñas botellas de cristal,
que estallan violentamente contra el amplio paredón
sobre la entrada. La gente retrocede. Grandes
manchones de pintura blanca, de pintura celeste,
resbalan por la extensa pared de mármol, haciendo
por unos instantes una cortina de lentejuelas
frente a los policías. En el piso se van formando
una infinidad de banderitas argentinas hechas a
gotas.
Aplausos, cantos. Al rato, como con pereza de
alejarse del lugar, la gente avanza.
Y de repente, el caos. Dos de las cuatro esquinas
del cierre están sobre Corrientes, una de las
principales avenidas comerciales de la ciudad,
repleta de tráfico a esta una y media de la tarde
en vísperas de navidad. Carros y carros, bocinazos,
tensión, comisarios de policia imponiendo pasos,
furgones antidisturbios, insultos, bravuconadas,
los que sienten inevitable el abrir un carril,
chóferes gritando, confusión, los que sienten que
debe cerrarse igual la circulación, discusiones,
ambulancias.
«¡La Policía hace cinco días que sabía esto!» -dice
uno. Intencionalmente han dejado que la marejada
caiga sobre ellos.
Cuando momentáneamente se abren pasos, los carros
se lanzan apurados rozando a la gente. El
atolladero hierve. Algunos del piquete plantean
avanzar sobre Corrientes, para cortar el tráfico
antes, reencaminándolo. Para mantener el bloqueo,
aquí no hay más opciones. Una cuadra más arriba, un
par de policías impiden a los carros seguir por una
calle paralela. Los reencauzan contra el grupo.
Pasarán quince minutos antes de que el tránsito sea
redirigido por los mismos policías un par de calles
antes y terminen de filtrarse los carros que
quedaron atrapados aquí. En ese tiempo un par de
grupos se han ido molestos entre discusiones y
desacuerdos.
Apenas media hora dura el corte aquí, aunque
originalmente estaba planificado hasta las cuatro
de la tarde. Se opta por terminarlo y rodear la
manzana, reuniendo a la gente.
Sobre otra amplia avenida, queda atrás un cochecito
de supermercado que arde con basura adentro. En
esta vía, que corre cercana y paralela a los diques
donde acaba la ciudad, se habían hecho fogatas,
algunas con madera, otras con neumáticos, para
cortar el paso.
Mientras se rejuntan, algunos inconformes, otros
más satisfechos, despiertan los tambores, los
pitos, los cantos. Cuando la marcha pasa nuevamente
frente a la Bolsa, se detiene un momento, y costará
que mucha de la gente -en su mayoría de partidos-
haga caso a las banderolas que intentan seguir.
Curiosos se detienen a observar.
Ya juntos, regresan a Corrientes y, obstinados, la
recorren a contramano. Tras ellos, furgonetas de
Policía, carros de bomberos -parte de la Policía
Federal, Montags contemporáneos, llegado el momento
son los encargados de lanzar los chorros de agua a
presión contra manifestantes-, escuadrones
motorizados.
Esta vez el tráfico es reencauzado cuadras antes, y
la vía se mantiene libre.
«¡Pensaban que nos habían cagado, porque estábamos
desorganizados, pero ahora, con lucha y con
paciencia, se ha formado la nueva resistencia!»,
resuenan, «¡Luchen que se van, luchen que se
van...!», cantan. El ímpetu se va apoderando otra
vez de la gente.
Un helicóptero -imprescindible moscardón- desde el
aire observa y controla cómo llegan al Obelisco,
como de a poco se van desconcentrando.
Y mientras aquí se van, en Plaza de Mayo -frente a
la Casa Rosada, que parece un hotelito de Monopoly-
se concentran unos tres mil piqueteros de la
Federación Tierra y Vivienda, del sindicato CTA.
Hace un año, mientras Argentina se incendiaba,
algunos líderes de la CTA llamaban a la
desmovilización.
Este frente piquetero -el más cercano a la
conciliación y a la búsqueda de inclusión laboral
dentro del sistema- es uno de los más grandes del
país. Hoy, a las diez de la mañana las delegaciones
salieron de sus barrios, la mayoría en el inmenso
conurbano bonaerense. Llegaron acá a la una y
media. Ahora, a las tres y media de esta ya soleada
tarde, se van.
Y como cada jueves desde hace más de veinticinco
años, las Madres de la Plaza de Mayo ganan y salvan
una vez más el lugar. Comienzan a caminar -eterna
ronda- alrededor del monumento del 25 de mayo de
1810. Van en dos grupos separados. Hace muchos
años, poco después que se reinstauró la democracia
electoral en el país, se dividieron en dos
organizaciones, Madres de Plaza de Mayo Línea
Fundadora y Asociación de Madres de Plaza de Mayo.
Incompatibles e irreconciliables. El pelo claro de
todas escapa de los pañuelos que cubren sus
cabezas. Las de Línea Fundadora llevan un pasacalle
con el nombre de la organización. La pancarta que
llevan las de la Asociación -cubre todo el ruedo a
lo ancho- dice: «No al pago de la deuda externa».
Cuando a las cuatro dejan de caminar, quienes las
acompañan están gritando: «¡La plaza es de las
madres y no de los cobardes!».
Asociación, dirigida por Hebe de Bonafini, tiene
una postura mucho más radical, reivindicando la
lucha de sus hijos, desaparecidos durante la
dictadura, desde discursos y prácticas.
Últimamente, desde su Universidad estas ancianas
han organizado una Comisión de Solidaridad con las
Fábricas Ocupadas -de las que Zanón, cerámicas, y
Brukman, trajes, son las insignias-, queriendo
consolidar una red bajo el lema: «Si tocan a una,
tocan a todas».
Hebe habla por un micrófono. Un corro la rodea.
Dura y radical como ella sola, en uno de esos
discursos violentos y hermosos, explica que mañana
estas madres no vendrán a la plaza, al acto central
que se ha planificado. Para Hebe van a estar
demasiados de los que ese veinte corrieron,
evitaron, se escondieron, llamaron a esconderse, y
que ahora quieren arrogarse la lucha, robarse la
plaza, los muertos, las ganas. Estas madres dicen
no van a compartir «ni una baldosa» de la plaza con
«enemigos y traidores».
Llega el atardecer. En algunos barrios comienzan a
arder neumáticos, maderos, bolsas de basura. En
otros bastan los cuerpos. En todos cacerolas. Las
asambleas barriales se van tomando calles. Después
del 20, Buenos Aires comenzó a parir por todo lado
asambleas de vecinos. Quienes se conocieron y
reconocieron en esos días se fueron encontrando y
reencontrando.
Arrancaron masivas, que reunidas en espacios
inter-asamblearios llenaban el gran Parque
Centenario. Cada una llegaba a tener más de
doscientos o trescientos integrantes. En el caminar
del año, han ido viviendo un complejo proceso de
decantamiento y aprendizaje. Muchas copadas por
partidos, otras divididas, unas atacadas por el
desgaste que implica esta participación permanente
y activa, se han ido reduciendo en tamaño. Pero
están, y para quienes siguen participando, se hacen
vitales. Cada cual con sus apuestas -comedores
populares, talleres de educación, ocupación de
espacios abandonados, todas con eternas reuniones
donde se discute qué pasa y qué hacer con lo que
pasa- estas aventuras, nacidas del hermoso caos,
cuando el barrio se volvió nuevamente referente,
siguen luchando, intentando a pesar de todo crecer
y aprender de los límites que les nacen. Hay muchos
y muchas que ya no podrían volver atrás.
Ahora son grupos mucho más pequeños, algunos de
treinta, cuarenta personas. Pero en medio de la
transición que están viviendo, las asambleas han
logrado consolidarse en esos "núcleos fuertes".
A pesar de los frágiles espacios de coordinación
que apenas sobreviven, hoy entre todas está el
consenso de hacer de este 19 un andar por el
barrio. Los cortes se van sucediendo. Policías
rondan los piquetes a distancia, reencausan el
tráfico. No intervendrán.
En este corte, entre La Boca y Barracas, dos de los
barrios viejos del viejo puerto, se han reunido
unas sesenta personas. El espeso humo de los
neumáticos se deja llevar por el viento en mitad de
la calle ancha. Un redoblante, un balde plástico,
cacharros, hacen una improvisada murga. Y mezclada
está la gente de esta asamblea. Muchachos de un
centro social ocupado, profesionales, ex-militantes
de los setentas, desempleados, niños, jubilados.
Mundos diversos capaces y dispuestos a sentarse
juntos y pensar juntos. La apuesta está.
Cuando la noche lo cubre todo, comienzan a
distribuirse las antorchas: tarros de conservas
amarrados con alambritos a palos de todo tipo,
llenos de hilaza bañada en gasolina y aceite
quemado. Una a una se acercan a las fogatas, se
encienden.
Comienzan a caminar, internándose en La Boca,
tambores y cánticos, primero por calles
amarillentamente oscuras, que armonizan con las
grandes luciérnagas de latón que ahora flotan.
Los vecinos salen a verlos pasar desde los
balcones, ventanas, puertas. Alguno aplaude, otro
se suma. El grupo va creciendo. Ya son más de
doscientos. Otra asamblea barrial, algún comedor
popular, un par de miembros de alguna organización
piquetera que se bastan para cargar la gran
pancarta, se integran.
Camino al Parque Lezama, donde van confluyendo
muchísimas de las organizaciones de la zona, la
marcha es ya bastante grande. En una de las
esquinas del parque, todos reunidos, se encienden
nuevas fogatas, se cortan nuevas calles, se cantan
los mismos cantos, retumban los mismos cacharros.
Algunos grupos siguen ruta, hacía Plaza de Mayo.
Otros los acompañan un poquito, pero no llegan a
alejarse del perímetro del parque. Una asamblea
discute en un pequeño corro. Previamente se había
resuelto marchar hasta aquí, no más. ¿Se sigue?
¿No? Antes no se acordó eso. Un poco más atrás, los
del centro cultural han preparado una olla popular,
para que coman los que están. ¿Se va como asamblea?
¿No se va? No se resolvió antes, en la reunión...
Once de la noche. Un pequeño grupo camina a Plaza
de Mayo. Un niño y un muchacho los anteceden y van
golpeando, con pequeñas varillas de metal, las
puertas de chapa de los comercios cerrados, las
paredes, los basureros. Los acompañan, en la
retaguardia, tres japoneses, una japonesa. Los
siguen sonrientes y entusiastas. Se paran un
momento, se dan la vuelta, dejando que el grupo se
aleje a sus espaldas. Uno retrocede más. Los otros
tres se abrazan formando una línea feliz. El que se
aleja saca la cámara. El flash estalla.
A una cuadra de la plaza, un patrullero corta el
camino a los raros carros que puedan pasar. La
música resuena. Un escenario. Sobre él, un hombre
toca el acordeón. A sus pies, una pequeña multitud
lo aplaude. Es el «Aguante Cultural», una acampada
en Plaza de Mayo, frente a la Casa de Gobierno.
Música, exposición de fotografías, videos. La
plaza, otra vez, como cada vez que algo pasa, está
cortada por la mitad. Un muro hecho de negros
paneles de malla gruesa y metal corta pasos, trapa
césped, cierra las calles laterales. Separa el lado
de allá, la Casa Rosada, la línea de policías
antidisturbios que vigila. Un pequeño cartel cuelga
de la muralla. «En ayuno y oración por mi país.
Señor ¡salva mi tierra!». Al lado, una bandera
argentina. Abajo, sobre un cartón, un hombre duerme
bajo un cobija a cuadros, junto a una bicicleta.
A medida que pasa el tiempo, van llegando
comitivas, asambleas, pequeños grupos sueltos. La
música sigue, las pancartas le plantan aquí y allá,
sembrío ya tantas veces visto en este tiempo.
Entre un cantante y otro, un miembro de H.I.J.O.S.
-Hijos (de desaparecidos) por la Identidad y la
Justicia contra el Olvido y el Silencio- habla por
micrófono. Sorteando la contradicción, arranca
diciendo que, de hablar, todos deberían estar
arriba hablando. El tema es que les parece
incorrecto que mañana, en el ya casi «acto oficial»,
haya lista de oradores y «representantes», cuando
el 20 de diciembre de 2002 fue todo lo contrario.
Ese día valía tanto un paseante cualquiera que el
líder de. A algunos, ya anotados para mañana, el
comentario les molesta, pero tratan de no hacerle
caso. La música sigue.
En una esquina de la Plaza, una gran tela hace de
pantalla para videos. Personas pasean aquí y allá.
Hace un año, en una madrugada igual, este lugar era
un campo de batalla, la represión mordiendo por
todos lados. Hace un año, en otra madrugada como
está, la muerte y la lucha llenaban el lugar.
Entre un grupo musical y otro, un par de asambleas
cuestionan por micrófono la validez del acto que,
conmemorando la «gloriosa gesta del 19 y 20», en
vez de un festival debería ser algo así como una
asamblea colectiva.
Mientras la música sigue, se alejan para hacen un
piquete sobre la Avenida de Mayo, donde de todas
maneras prácticamente no pasan carros. Hay sí un ir
y venir de gente. Muchos estuvieron participando en
lo que nació durante el año, otros lo vieron todo
por TV, unos quisieron, aquellos se aburrieron,
estos dejaron de creer, ese no sabe qué pensar,
ellos siguen metidos... Y rondan porque lo que pasó
los cambió a todos, para bien y para mal.
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