[unomada-info] Derecho de resistencia, por Paolo Virno
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Sab Dic 25 19:53:36 CET 2004
http://acp.sindominio.net/article.pl?sid=04/12/25/1832236&mode=thread&threshold=0
<http://acp.sindominio.net/article.pl?sid=04/12/25/1832236&mode=thread&threshold=0>
Publicado originalmente en Il Manifesto <http://www.ilmanifesto.it> del
14 de noviembre de 2004. Republicado más tarde en rekombinant.org
<http://www.rekombinant.org/article.php?sid=2471>.
Seattle, Niza, Praga, Génova: el movimiento global ha ganado visibilidad
y credibilidad gracias a la reiterada y dramática ruptura del orden
público. Negarlo no es, desde luego, un delito: como no lo es, por lo
demás, sostener que los niños vienen de París. Es sólo una estupidez
autodescalificadora. Si no se quiere «salir del siglo XIX» como los
cangrejos, esto es, debatiendo sobre los excesos de la Comuna de París o
frunciendo el ceño al recordar la sanguinaria arrogancia de Cromwell,
conviene plantearse una cuestión espinosa: ¿cómo concebir el uso de la
fuerza hoy, en la época en la que el Estado moderno se derrumba junto
con su monopolio de la decisión política? Sería fácil explicar a
Giampaolo Pansa (que en La Repubblica <http://www.repubblica.it> de ayer
ha entonado un lívido mantra contra el movimiento de 1977) por qué fue
algo bueno y justo echar a Luciano Lama [entonces secretario general de
la CGIL] de la universidad de Roma en febrero de aquel año lejano.
Fácil, pero ocioso. Lo que importa es orientarse en el presente, después
de que muchas de las viejas brújulas se hayan roto. Todo aconseja no
entregarse a ninguna forma de fetichismo con respecto a la no violencia
y la violencia. Y desde luego es estúpido identificar la radicalidad de
una lucha con su tasa de ilegalidad. Pero no lo es menos elevar la
lenidad a inoxidable criterio-guía de la acción. Por lo demás, no hay
que preocuparse en exceso: el tránsito del conflicto de la latencia a la
visibilidad se encarga siempre de llevarse por delante los «eternos
principios» adoptados en cada momento por los políticos de profesión.
Sobre la antigua (pero no agotada) cuestión de las formas de lucha, la
discusión da vueltas sobre sí misma, abandonándose a sofismas faltos de
ingenio y a citaciones multiusos. Bien mirado, esa discusión paga los
efectos en cadena de un cambio drástico de paradigma teórico. Un cambio
tal que llega a escindir aquello que parecía inseparable o a arrimar
cuanto se colocaba en las antípodas. En pocas palabras: la lucha contra
el trabajo asalariado, a diferencia de aquella contra la tiranía o
contra la indigencia, ya no está en relación con la enfática perspectiva
de la «toma del poder». Precisamente en virtud de sus caracteres
sumamente avanzados, se perfila como una transformación totalmente
social, que se confronta de cerca con el «poder», pero sin soñar una
organización alternativa del Estado, sino que está encaminada a
entumecer y a extinguir toda forma de mando sobre la actividad de las
mujeres y de los hombres y, por lo tanto, el Estado a secas. Dicho de
otra manera: mientras la «revolución política» era considerada la
premisa inevitable para modificar las relaciones sociales, ahora este
botín adicional se torna en el paso preliminar. La lucha puede cumplir
su índole destructiva sólo si de antemano resalta en altorrelieve otro
modo de vivir, de comunicar e incluso de producir. Sólo si, en
definitiva, se tiene algo que perder además de las propias cadenas.
Con todo, el tema de la violencia, idolatrado o exorcizado, ha sido uña
y carne con la «toma del poder». ¿Qué sucede cuando se considera a la
existente la última forma posible de Estado, merecedora de la corrosión
y la ruina, y no desde luego de verse reemplazada por un Hiperestado «de
todo el pueblo»? ¿Acaso la no violencia se convierte en el nuevo culto a
oficiar? No lo parece en absoluto. Cabría, a lo sumo, servirse de un
oximoron imprevisto: el recurso a la fuerza debe concebirse en relación
a un orden positivo que ha de ser defendido y salvaguardado. El éxodo
del trabajo asalariado no es un gesto cóncavo, un menos algebraico.
Huyendo, uno está obligado a construir distintas relaciones sociales y
nuevas formas de vida: se requiere mucho gusto por el presente y mucha
inventividad. De esta suerte, el conflicto se entablará para preservar
lo «nuevo» que entretanto se ha instituido. La violencia, de haberla, no
avanza hacia un «futuro radiante», sino que intenta prolongar algo que
ya existe, aun informalmente. Frente a la hipocresía o a la distraída
memez que caracteriza hoy a la discusión sobre legalidad e ilegalidad,
conviene remontarse a una categoría premoderna: el ius resistentiae, el
derecho de resistencia. Con esta expresión, en el derecho medieval no se
entendía en absoluto la facultad obvia de defenderse cuando se sufre una
agresión. Tampoco, sin embargo, un levantamiento general contra el poder
constituido. La distinción es nítida con respecto a la seditio y a la
rebellio, en las cuales se arremete contra el conjunto de las
instituciones vigentes para edificar otras. Por el contrario, el
«derecho de resistencia» tiene un significado bastante peculiar. Este
derecho puede ser ejercido cuando un liga artesana, o la comunidad en su
conjunto o incluso un individuo ven alteradas sus prerrogativas
positivas por parte del poder central, válidas de hecho o por tradición.
El aspecto más destacado del ius resistentiae, lo que le convierte en el
último grito en el tema legalidad/ilegalidad, es la defensa de una
transformación efectiva, tangible y ya acontecida, de las formas de
vida. Los pasos grandes o pequeños, los desprendimientos o las
avalanchas de la lucha contra el trabajo asalariado admiten un derecho
de resistencia ilimitado, mientras que excluyen una teoría de la guerra
civil.
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