[unomada-info] Publicacin de "Adam Smith en Pekn", de Giovanni Arrighi
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Dom Sep 2 01:40:38 CEST 2007
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Cuestiones de antagonismo
>
Giovanni Arrighi
Madrid, Ediciones Akal, 2007
Índice
Prefacio y agradecimientos
Introducción
PARTE I: ADAM SMITH Y LA NUEVA ERA ASIÁTICA
1 Marx en Detroit, Smith en Pekín
2 La sociología histórica de Adam Smith
3 Marx, Schumpeter y la acumulación «sin fin» de capital y de poder
PARTE II: INDAGACIONES SOBRE LA TURBULENCIA GLOBAL
4 La economía de la turbulencia global
5 La dinámica social de la turbulencia global
6 Una crisis de hegemonía PARTE III: EL DESMORONAMIENTO DE LA HEGEMONÍA
7 Dominación sin hegemonía
8 La lógica territorial del capitalismo histórico
9 El Estado mundial que nunca existió
PARTE IV: ORÍGENES Y FUNDAMENTOS DE LA NUEVA ERA ASIÁTICA 10 El reto del
«ascenso pacífico»
11 Estados, mercados y capitalismo en el Este y en el Oeste
12 Orígenes y dinámica del ascenso chino
Epílogo
Bibliografía
Traducción: Juan Mari Madariaga Prefacio y agradecimientos
Este libro es una continuación y reelaboración de dos obras anteriores,
El largo siglo XX y Caos y orden en el sistema-mundo moderno. Se centra
en dos acontecimientos que han configurado, más que ningún otro, la
política, la economía y la sociedad mundiales. Uno es el ascenso y
declive del Proyecto para un Nuevo Siglo Americano diseñado por los
neoconservadores estadounidenses y el otro es el surgimiento de China
como adalid del resurgimiento económico de Asia oriental. Se dedicará la
debida atención a los principales agentes estatales y no estatales que
han contribuido a esos dos acontecimientos, pero el objeto principal del
análisis se situará en Estados Unidos y China y sus aparatos estatales
como agentes clave de la transformación global en curso.
Los amigos, alumnos y colegas que han leído y comentado el manuscrito
antes de la ronda final de revisiones me han hecho llegar valoraciones
desacostumbradamente discrepantes. Los capítulos que más gustaban a
algunos eran los memos apreciados por otros; los apartados y secciones
que algunos juzgaban más relevantes para la argumentación del libro les
parecían superfluos a otros. Las discrepancias en las reacciones de los
lectores son normales, pero no en la medida que he experimentado con
este libro. Pienso que esa anomalía se puede atribuir al doble propósito
del libro –al que se apunta en su título– y a los diferentes métodos
empleados en su elaboración.
Mi propósito es tanto ofrecer una interpretación del desplazamiento en
curso del centro de la economía política global de Norteamérica a Asia
oriental a la luz de la teoría del desarrollo económico de Adam Smith,
como ofrecer una interpretación de La riqueza de las naciones a la luz
de ese desplazamiento. Este doble propósito se desarrolla a lo largo de
todo el libro pero algunos apartados dependen más de argumentos
teóricos, otros de análisis históricos y otros de la valoración de
fenómenos actuales. Inevitablemente, los lectores con poca paciencia
para la teoría, o para los análisis de acontecimientos distantes y poco
familiares, o para una historia que todavía se está haciendo, pueden
sentirse tentados a sobrevolar por encima de determinadas secciones o
incluso de capítulos enteros. Consciente de esa posibilidad, he hecho
cuanto he podido para asegurar que los lectores que así lo hagan puedan
captar al menos uno de los dos argumentos generales del libro, el que se
refiere al desplazamiento del centro de la economía política global a
Asia oriental o el que concierne a La riqueza de las naciones. Todo lo
que pido a cambio es que se juzgue el libro como una totalidad, y no
sólo por sus distintas partes.
He venido confeccionando este libro durante varios años, y la lista de
mis deudas intelectuales es larga. Sin la ayuda de muchos colaboradores
de Asia oriental no habría podido acceder a textos claves en chino y
japonés, algunos de los cuales aparecen en la bibliografía. Ikeda
Satoshi, Hui Po-keung, Lu Aiguo, Shih Miin-wen, Hung Ho-fung y Zhang Lu
me ayudaron en esta tarea. Además, Ikeda me introdujo en la literatura
japonesa sobre el sistema comercial tributario centrado en China; Hui me
enseñó a leer a Braudel desde la perspectiva de Asia oriental; Hung guió
mis incursiones en la dinámica social del último período de la China
imperial, y Lu Aiguo ha frenado mi excesivo optimismo sobre la
naturaleza de los recientes logros chinos.
Una versión anterior y más corta de la Segunda Parte se publicó como
«The Social and Political Economy of Global Turbulence» en New Left
Review II/20 (2003), pp. 5-71 [ed. cast.: «La economía social y política
de la turbulencia global», NLR II/20, mayo-junio de 2003, pp. 5-68]. Al
igual que una parte del capítulo 1, reviso en ella críticamente la obra
de Robert Brenner. Forma parte de un intento por mi parte de convencer a
Bob Brenner de que se tome la sociología histórica más en serio que la
economía, y le agradezco en cualquier caso el estímulo intelectual
proporcionado por su obra y que se tome con calma mis críticas.
Una versión anterior de la Tercera Parte se publicó como «Hegemony
Unraveling-I», en New Left Review II/32, marzo-abril de 2005, pp. 23-80,
y «Hegemony Unraveling-II», en New Left Review II/33, mayo-junio de
2005, pp. 83-116 [ed. cast.: «Comprender la hegemonía I», NLR II/32,
mayo-junio de 2005, pp. 20-74 y NLR II/33, julio-agosto de 2005, pp.
24-54]. Esos dos artículos han sido totalmente reestructurados y
reescritos, pero muchas de las ideas del capítulo 8 todavía provienen de
un seminario que dimos David Harvey y yo en la Universidad Johns
Hopkins. Agradezco a David y a los participantes en aquel seminario su
ayuda para en la reelaboración de argumentos clave de El largo siglo XX
y Caos y orden en el sistema-mundo moderno en un marco analítico más
riguroso y más sólido. Parte de los capítulos 1, 11 y 12 provienen de un
artículo que publiqué junto con Hui Po-keung, Hung Ho-fung y Mark Selden
con el título «Historical Capitalism, East and West», en The Resurgence
of East Asia. 500, 150 and 50 Year Perspectives, editado por G. Arrighi,
T. Hamashita y M. Selden (Londres, Routledge, 2003), y de otro publicado
en solitario como «States, Markets and Capitalism, East and West», en
Worlds of Capitalism. Institutions, Economic Performance, and Governance
in the Era of Globalization, editado por M. Miller (Londres, Routledge,
2005). Ya he mencionado mis deudas intelectuales con Hui y Hung; además,
debo agradecer a Mark Selden su generosa orientación en mis intentos de
captar la experiencia de Asia oriental así como sus comentarios sobre el
capítulo 1.
Benjamin Brewer, André Gunder Frank, Antonina Gentile, Greta Krippner,
Thomas Ehrlich Reifer, Steve Sherman, Arthur Stinchcombe, Sugihara
Kaoru, Charles Tilly y Susan Watkins me hicieron llegar valiosos
comentarios sobre diversos artículos que se incorporaron más tarde al
libro. Astra Bonini y Daniel Pasciuti me ayudaron a confeccionar las
figuras y Dan también realizó investigaciones monográficas sobre ciertas
cuestiones específicas. Baris Cetin Eren contribuyó a mantener al día el
material del capítulo 7, mientras que Ravi Palat y Kevan Harris me
bombardearon incesantemente con pruebas a favor y en contra de mis
argumentos de las que he hecho abundante uso. Kevan también leyó todo el
manuscrito, ofreciéndome valiosas sugerencias en cuanto al fondo y la
forma. Patrick Loy me proporcionó algunas citas excelentes, y James
Galbraith me ofreció útiles indicaciones con respecto a Adam Smith y la
China de su tiempo. Los comentarios de Joel Andreas, Nicole Aschoff,
Georgi Derluguian, Amy Holmes, Richard Lachman, Vladimir Popov, Benjamin
Scully y Zhan Saohua fueron de mucha ayuda en la última ronda de
revisiones.
Perry Anderson y Beverly Silver han actuado como siempre como mis
principales consejeros. En sus respectivos papeles de «poli
bueno» (Perry) y «poli malo» (Beverly), han sido igualmente decisivos en
la realización de este trabajo. Les estoy muy agradecido a ambos por su
orientación intelectual y su apoyo moral.
Este libro está dedicado a la memoria de mi buen amigo André Gunder
Frank. En los treinta y seis años transcurridos desde que nos conocimos
en París en 1969 hasta su muerte luchamos juntos y uno contra otro para
desvelar las causas principales de las injusticias globales. Mantuvimos
muchas disputas, pero viajábamos por la misma ruta y al final
descubrimos que nos encaminábamos aproximadamente en la misma dirección.
Sé –porque lo dijo– que no estaba de acuerdo con gran parte de mi
crítica hacia Bob Brenner, pero creo que habría reconocido la perdurable
influencia de su pensamiento sobre los argumentos generales de este
libro.
Marzo de 2007
Introducción
A mediados de la década de 1960 Geoffrey Barraclough decía: «A
principios del siglo XX el poder europeo en Asia y África estaba en su
cenit; parecía que ninguna nación podía resistir la superioridad de las
armas y el comercio europeo; pero sesenta años después sólo quedaban
vestigios del dominio europeo [...] Nunca antes en la historia de la
humanidad se había producido un cambio tan revolucionario y con tanta
rapidez». El cambio de situación de los pueblos de Asia y África «era la
señal más inequívoca del advenimiento de una nueva era». Barraclough
estaba convencido de que cuando se escribiera desde una larga
perspectiva la historia de la primera mitad del siglo XX –que para la
mayoría de los historiadores seguía todavía dominada por las guerras y
los problemas europeos– «ningún tema parecerá de mayor importancia que
la rebelión contra Occidente». La tesis central de este libro es que
cuando se escriba desde esa larga perspectiva la historia de la segunda
mitad del siglo XX, es probable que ningún tema parezca de mayor
importancia que el resurgimiento económico de Asia oriental. La rebelión
contra Occidente generó las condiciones políticas para el aumento de
poder social y económico de los pueblos del mundo no occidental. El
resurgimiento económico de Asia oriental es la primera señal y la más
clara de que ese aumento de poder ha comenzado.
Hablo de resurgimiento porque –con palabras de Gilbert Rozman– «Asia
oriental es una gran región del pasado, que estuvo a la vanguardia del
desarrollo mundial durante más de dos mil años, hasta el siglo XVI, XVII
o incluso el XVIII, cuando sufrió un eclipse relativamente breve pero
profundo». Ese resurgimiento se ha producido mediante un proceso de bola
de nieve en el que se han ido encadenando sucesivos «milagros»
económicos en distintos países de Asia oriental, comenzando por Japón
durante las décadas de 1950 y 1960, de donde pasó a Corea del Sur,
Taiwán, Hong Kong, Singapur, Malasia y Tailandia durante las dos décadas
siguientes, para culminar en la de 1990 y principios del nuevo milenio
con el surgimiento de China como el centro más dinámico de expansión
económica y comercial del mundo. En opinión de Terutomo Ozawa –que
introdujo la idea de un proceso de bola de nieve para describir el
ascenso de Asia oriental– «el milagro chino, aunque todavía esté en una
fase incipiente, será sin duda [...] el más espectacular en cuanto a su
efecto sobre el resto del mundo [...] especialmente sobre los países
vecinos». De forma parecida, Martin Wolf declaraba que
Si [el ascenso de Asia] prosigue como durante las últimas décadas,
pondrá fin a los dos siglos de dominación global europea y de su
gigantesco vástago norteamericano. Japón no fue sino el heraldo de un
futuro asiático, pero se demostró demasiado pequeño e introvertido como
para transformar el mundo. Lo que viene detrás –sobre todo China– no
será ni una cosa ni otra [...] Europa es el pasado, Estados Unidos el
presente y una Asia dominada por China el futuro de la economía global.
Ese futuro está llegando. Las grandes preguntas son en qué plazo y con
qué sacudidas se producirá.El futuro asiático pronosticado por Wolf
puede no ser tan inevitable como él parece pensar; pero aunque sólo
tenga razón en parte, el resurgimiento de Asia oriental sugiere que el
vaticinio de Adam Smith de una nivelación final de poder entre el
Occidente conquistador y el resto del mundo conquistado podría llegar a
hacerse finalmente realidad. Como Karl Marx después de él, Adam Smith
veía un punto crítico crucial de la historia mundial en los
«descubrimientos» europeos de América y de una ruta hacia las Indias
orientales doblando el cabo de Buena Esperanza, pero era mucho menos
optimista que Marx en cuanto a los beneficios últimos para la humanidad
de esos acontecimientos.
Sus consecuencias han sido ya muy considerables; pero es todavía un
período muy corto el de los dos o tres siglos transcurridos desde
aquellos descubrimientos para que se hayan manifestado todas ellas.
Ninguna previsión humana puede adivinar los beneficios o daños que
puedan resultar en el futuro para la humanidad de estos dos
extraordinarios sucesos. Uniendo, en cierto modo, las regiones más
distantes del mundo, habilitándolas para poder socorrerse recíprocamente
en sus necesidades e incrementar su satisfacción mutua, y animando la
actividad económica de uno y otro hemisferio, su tendencia general no
puede por menos que ser beneficiosa. Bien es verdad que el beneficio
comercial que podían haber obtenido los nativos de las Indias orientales
y occidentales como consecuencia de esos acontecimientos se han perdido
y hundido en los terribles infortunios que han ocasionado [...] En la
época del descubrimiento era tan superior la fuerza de los europeos que,
valiéndose de la impunidad que ésta les confería, pudieron cometer toda
clase de injusticias en aquellos remotos países. Es posible que en lo
sucesivo los habitantes de aquellas regiones aumenten sus fuerzas o que
se debiliten las europeas, y que los habitantes de todas las partes del
mundo puedan alcanzar aquel nivel de valor y de fuerza que, inspirando a
todos un temor recíproco, obligue a todas las naciones independientes a
una especie de respeto mutuo.
En lugar de que los europeos se debilitaran y los países no europeos se
fortalecieran, durante casi dos siglos tras la publicación de La riqueza
de las naciones la «fuerza superior» de los europeos y sus descendientes
en Norteamérica y otros lugares se hizo mayor, y lo mismo sucedió con su
capacidad «para cometer con impunidad todo tipo de injusticias» en el
mundo no europeo. De hecho, cuando escribía Smith el «eclipse» de Asia
oriental apenas había comenzado y la notable paz, prosperidad y
crecimiento demográfico que experimentó China durante gran parte del
siglo XVIII eran fuente de inspiración para importantes figuras de la
ilustración europea. Leibniz, Voltaire y Quesnay, entre otros, «miraban
hacia China en busca de orientación moral, directrices para el
desarrollo institucional y pruebas que apoyaran su defensa de causas tan
variadas como el despotismo ilustrado, la meritocracia y una economía
nacional basada en la agricultura». El mayor contraste con los países
europeos era el tamaño y población del imperio chino. En palabras de
Quesnay, el imperio chino era «lo que toda Europa sería si estuviera
unida bajo un único soberano», caracterización de la que se hizo eco
Smith en su observación de que la amplitud del «mercado nacional» chino
no era «inferior al mercado de todos los países de Europa juntos».
Durante el siguiente medio siglo un gran salto adelante en el poderío
militar europeo socavó esa imagen positiva que se tenía de China. Los
comerciantes y aventureros europeos llevaban mucho tiempo insistiendo en
la vulnerabilidad militar de un imperio gobernado por una clase de
aristócratas ilustrados, al tiempo que se quejaban amargamente de las
trabas burocráticas y culturales que hallaban al intentar comerciar con
China. Esas censuras y quejas alimentaron una opinión sustancialmente
negativa sobre China como un imperio burocráticamente opresor y
militarmente débil. En 1836, tres años antes de que Gran Bretaña
iniciara la primera Guerra del Opio contra China (1839-1842), el autor
de un ensayo anónimo publicado en Cantón sostenía que «probablemente no
existe en la actualidad un criterio más infalible para evaluar la
civilización y el progreso de las sociedades que la eficacia que cada
una de ellas ha alcanzado en “el arte de matar”, la perfección y
variedad de sus instrumentos de destrucción mutua y la habilidad con que
han aprendido a usarlos». Proseguía desdeñando a la Armada imperial
china como una «parodia monstruosa», argumentando que los anticuados
cañones e indisciplinados ejércitos habían dejado a China «impotente en
tierra» y considerando esas debilidades como síntomas de una deficiencia
básica de la sociedad china en su conjunto. Al dar cuenta de esas
opiniones, Michael Adas añade que la creciente importancia de la
destreza militar «en las evaluaciones europeas de la capacidad genérica
de los pueblos no occidentales auguraba malos tiempos para los chinos,
que habían caído muy por debajo de los agresivos “bárbaros” que
hostigaban sus confines meridionales».
Durante el siglo que siguió a la derrota de China en la primera Guerra
del Opio, el eclipse de Asia oriental se convirtió en lo que Ken
Pomeranz ha llamado «la Gran Divergencia». La evolución política y
económica de esas dos regiones del mundo, caracterizadas hasta entonces
por un nivel de vida parecido, comenzó a divergir marcadamente,
produciéndose un rápido ascenso de Europa hasta el cenit de su poder y
un declive igualmente rápido de Asia oriental hasta su nadir. A finales
de la Segunda Guerra Mundial China se había convertido en el país más
pobre del mundo; Japón en un Estado «semisoberano» ocupado militarmente;
y la mayoría de los países de la región estaban todavía luchando contra
el dominio colonial o a punto de verse partidos en dos por la división
de la Guerra Fría. En Asia oriental, como en otros lugares, se
apreciaban pocas señales de una validación inminente del vaticinio de
Adam Smith de que la ampliación y profundización de los intercambios en
la economía global actuaría como nivelador de poder entre los pueblos de
origen europeo y no europeo. Como es sabido, la Segunda Guerra Mundial
dio un tremendo impulso a la rebelión contra Occidente. En toda Asia y
África se restablecieron viejas soberanías y se crearon otras nuevas por
docenas; pero la descolonización tuvo como contrapartida la constitución
del aparato coercitivo occidental más extenso y potencialmente
destructivo que el mundo había visto nunca.
La situación comenzó a cambiar a finales de la década de 1960 y
principios de la de 1970, cuando el poderosísimo aparato militar
estadounidense no consiguió mantener dividido al pueblo vietnamita
mediante la frontera artificial creada por la Guerra Fría. Paolo
Sylos-Labini, escribiendo para el bicentenario de la publicación de La
riqueza de las naciones poco después de que Estados Unidos hubiera
decidido retirarse de Vietnam, se preguntaba si había llegado por fin el
momento de que –como vaticinaba Adam Smith– «los habitantes de todas las
partes del mundo puedan alcanzar aquel nivel de valor y de fuerza que,
inspirando a todos un temor recíproco, obligue a todas las naciones
independientes a una especie de respeto mutuo». La coyuntura económica
también parecía favorecer a los países que constituían el llamado Tercer
Mundo. Había gran demanda de sus recursos naturales y también disponían
de una mano de obra abundante y barata. Los flujos de capital del Primer
al Tercer (y Segundo) Mundo experimentaron una gran expansión; la rápida
industrialización de los países del Tercer Mundo socavaba la anterior
concentración de actividades industriales en los países del Primer y
Segundo mundos; y los países del Tercer Mundo se habían unido, por
encima de sus diferencias ideológicas, para exigir un nuevo orden
económico internacional.
Revisando las reflexiones de Sylos-Labini dieciocho años después en
1994, señalé que cualquier esperanza (o temor) de una nivelación
inminente de las oportunidades de los pueblos del mundo para
beneficiarse del proceso en curso de integración económica mundial había
sido prematuro. Durante la década de 1980, la escalada de la competencia
en los mercados financieros del mundo impulsada por Estados Unidos había
frenado en seco el suministro de fondos a los países del Tercer y el
Segundo Mundos y había provocado una importante contracción de la
demanda mundial de sus productos. Los términos de intercambio se habían
vuelto a inclinar en favor del Primer Mundo tan rápida y empinadamente
como lo habían hecho en su contra durante la década de 1970. El imperio
soviético, desorientado y desorganizado por la creciente turbulencia de
la economía global y duramente hostigado por la nueva escalada de la
carrera armamentística, se había desintegrado, y en lugar de dos
superpotencias enfrentadas, los países del Tercer Mundo tenían ante sí
un mundo «unipolar» en el que se veían obligados a competir con los
restos del Segundo Mundo por el acceso a los mercados y los recursos del
Primer Mundo. Al mismo tiempo, Estados Unidos y sus aliados europeos
aprovecharon la oportunidad creada por el colapso de la URSS para
reclamar con cierto éxito el «monopolio» global del uso legítimo de la
violencia, fomentando la creencia de que su fuerza no sólo era mayor que
nunca sino incuestionable a cualquier efecto práctico.
Aun así, también señalaba que la contraofensiva del Primer Mundo no
había devuelto las relaciones de poder a su estado anterior a 1970, ya
que la disolución del poder soviético se había visto acompañada por el
ascenso de lo que Bruce Cumings denominaba el «archipiélago capitalista»
de Asia oriental. Japón era de lejos la mayor de las «islas» de ese
archipiélago, y tras él se situaban las ciudades-Estado de Singapur y
Hong Kong, el Estado-cuartel de Taiwán y el semi-Estado nacional de
Corea del Sur. Ninguno de esos Estados era poderoso en términos
convencionales: mientras que Hong Kong no era ni siquiera un Estado
soberano, los tres mayores Estados –Japón, Corea del Sur y Taiwán–
dependían absolutamente de Estados Unidos no sólo en cuanto a su
protección militar, sino también en cuanto a su abastecimiento de
energía y alimentos, así como para la distribución rentable de sus
productos industriales; y sin embargo, el poder económico colectivo del
archipiélago como nuevo «taller» y «caja de caudales» del mundo estaba
obligando a los centros tradicionales del poder capitalista –Europa
occidental y Norteamérica– a reestructurar y reorganizar sus propias
industrias, sus propias economías y su propia forma de vida.
Una bifurcación de ese tipo entre el poder económico y militar,
argumentaba, no tenía precedente en los anales de la historia
capitalista y podía evolucionar en tres direcciones muy diferentes:
Estados Unidos y sus aliados europeos podían intentar utilizar su
superioridad militar para extraer un «pago de protección» de los centros
capitalistas emergentes de Asia oriental. Si ese intento tenía éxito,
podía llegar a materializarse el primer imperio auténticamente global de
la historia. Si no se llevaba a efecto ese intento, o si no tenía éxito,
Asia oriental podría convertirse con el tiempo en el centro de una
sociedad de mercado a escala mundial del tipo previsto por Adam Smith;
pero también cabía que la bifurcación diera lugar a un caos indefinido a
escala mundial. Como decía yo entonces parafraseando a Joseph
Schumpeter, antes de que la humanidad se asfixie (o se deleite) en las
mazmorras (o en el paraíso) de un imperio global centrado en Occidente o
en una sociedad de mercado global centrada en Asia oriental, «podría muy
bien arder en los horrores (o en las glorias) de la escalada de
violencia que ha acompañado la liquidación del orden mundial de la
Guerra Fría».
Las tendencias y acontecimientos durante los trece años que han pasado
desde que se escribieron esas líneas han cambiado radicalmente la
probabilidad de que se materialice cada un de esas tres posibilidades.
La violencia a escala mundial ha seguido aumentando, y como se
argumentará en la Tercera Parte de este libro, la adopción por el
gobierno de Bush del Proyecto para un Nuevo Siglo Americano como
respuesta a los ataques del 11 de septiembre de 2001 fue en ciertos
aspectos clave un intento de establecer el primer imperio auténticamente
global de la historia del mundo. El fracaso abismal de ese proyecto en
el terreno de pruebas iraquí no ha eliminado, pero si ha reducido en
gran medida la probabilidad de que llegue a materializarse nunca un
imperio mundial centrado en Occidente. Las posibilidades de un caos
indefinido a escala mundial han aumentado, pero también lo ha hecho la
probabilidad de que lleguemos a contemplar la formación de una sociedad
de mercado a escala mundial centrada en Asia oriental. Las perspectivas
más brillantes de esa eventualidad se deben en parte a las desastrosas
consecuencias para el poderío mundial estadounidense de la aventura
iraquí, pero sobre todo al espectacular progreso económico de China
desde principios de la década de 1990.
Las eventuales derivaciones del ascenso de China son de suma
importancia. China no es un vasallo de Estados Unidos, como Japón o
Taiwán, ni tampoco es una mera ciudad-Estado como Hong Kong y Singapur.
Aunque el alcance de su poderío militar palidece en comparación con el
de Estados Unidos, y aunque el crecimiento de sus industrias todavía
depende de las exportaciones al mercado estadounidense, la vinculación
de la riqueza y el poder estadounidenses a la importación de artículos
chinos baratos y a las compras chinas de bonos del Tesoro estadounidense
ha relegado cada vez más a Estados Unidos como principal fuerza
impulsora de la expansión comercial y económica de Asia oriental y otros
lugares.
La tesis genérica planteada en este libro es que el fracaso del Proyecto
para un Nuevo Siglo Americano y el éxito del desarrollo económico chino,
tomados conjuntamente, han hecho más probable que nunca en los casi dos
siglos y medio que han pasado desde la publicación de La riqueza de las
naciones la materialización de la previsión de Adam Smith de una
sociedad de mercado a escala mundial basada en una mayor igualdad entre
las civilizaciones del mundo.
El libro se divide en cuatro partes, una de ellas principalmente teórica
y las otras tres principalmente empíricas. En los capítulos de la
Primera Parte expongo las bases teóricas de la investigación. Comienzo
repasando el reciente descubrimiento de la importancia de la teoría del
desarrollo económico de Adam Smith para una comprensión de lo que
Pomeranz ha llamado la Gran Divergencia. A continuación reconstruyo la
teoría de Smith comparándola con las teorías del desarrollo capitalista
de Marx y de Schumpeter. Mis principales tesis en esa Primera Parte son,
en primer lugar, que Smith nunca defendió ni teorizó el desarrollo
capitalista, y en segundo lugar que su teoría de los mercados como
instrumentos de gobierno es especialmente relevante para una comprensión
de las economías de mercado no capitalistas, como lo era China antes de
su incorporación subordinada al sistema globalizante europeo de Estados
y podría volver a serlo en el siglo XXI en condiciones nacionales e
histórico-mundiales totalmente diferentes.
En los capítulos de la Segunda Parte empleo la perspectiva smithiana
ampliada expuesta en la Primera Parte para analizar la turbulencia
global que precedió y motivó la adopción por el gobierno estadounidense
del Proyecto para un Nuevo Siglo Americano y el ascenso económico de
China. Sitúo los orígenes de esa turbulencia en la sobreacumulación de
capital en un contexto global configurado por la rebelión frente a
Occidente y otros levantamientos revolucionarios durante la primera
mitad del siglo XX. El resultado fue una profunda crisis de la hegemonía
estadounidense a finales de la década de 1960 y principios de la de
1970, que califico como «crisis-señal» de la hegemonía estadounidense.
Estados Unidos respondió a esa crisis en la década de 1980 compitiendo
agresivamente por el capital en los mercados financieros globales y con
una importante escalada de la carrera armamentística con la URSS. Aunque
esa respuesta logró reavivar la fortuna política y económica de Estados
Unidos más allá de las expectativas más optimistas de sus promotores,
también tuvo la consecuencia imprevista de agravar la turbulencia de la
economía política global y de hacer depender aún más el poder y la
riqueza nacional de Estados Unidos de los ahorros, el capital y el
crédito de los inversores y gobiernos extranjeros.
En la Tercera Parte analizo la adopción por el gobierno de Bush del
Proyecto para un Nuevo Siglo Americano como respuesta a esas
consecuencias imprevistas de la política estadounidense anterior. Tras
analizar la debacle del Proyecto, replanteo su adopción y fracaso en la
perspectiva smithiana ampliada expuesta en la Primera Parte y
reelaborada en la Segunda. Argumentaré que la aventura iraquí ha
confirmado hasta el empacho el veredicto anterior de la guerra de
Vietnam, esto es, que la superioridad militar occidental ha alcanzado su
límite y muestra una fuerte tendencia a implosionar. Además, los
veredictos de Vietnam y de Iraq parecen complementarse mutuamente.
Mientras que la derrota en Vietnam indujo a Estados Unidos a reintegrar
a China en la política mundial para contener los daños y perjuicios
políticos de la derrota militar, el resultado de la debacle iraquí puede
muy bien marcar el surgimiento de China como auténtico vencedor de la
guerra estadounidense contra el Terror.
En la Cuarta Parte analizo específicamente la dinámica del ascenso
chino. Tras señalar las dificultades que afronta Estados Unidos en su
intento de volver a meter al genio de la expansión económica china en la
botella del dominio estadounidense, insisto en que los intentos de
prever el futuro comportamiento de China frente a Estados Unidos, sus
vecinos y el mundo en general a partir de la experiencia pasada del
sistema occidental de Estados son fundamentalmente erróneos, ya que la
expansión global del sistema occidental ha transformado su modo de
funcionamiento, haciendo irrelevante gran parte de su experiencia
anterior para entender las transformaciones actuales. Además, a medida
que la relevancia del legado histórico del sistema de Estados occidental
iba disminuyendo, la relevancia del anterior sistema centrado en China
iba aumentando. Hasta donde podemos decir, la nueva era asiática, si
efectivamente se materializa, será portadora de una hibridación
fundamental de esos dos legados.
El epílogo con que concluye el libro resume las razones por las que los
intentos estadounidenses de revertir el aumento de poder del Sur han
tenido un efecto bumerán. Han precipitado lo que denomino la «crisis
terminal» de la hegemonía estadounidense, y han creado condiciones más
favorables que nunca para el establecimiento del tipo de comunidad de
civilizaciones que preconizaba Adam Smith. Pero ese resultado no está
asegurado; el dominio estadounidense puede reproducirse con formas más
sutiles que en el pasado, y sobre todo, un largo período de aumento de
la violencia y caos sin fin a escala mundial sigue siendo una
posibilidad real. Qué orden o desorden mundial se materialice finalmente
depende en gran medida de la capacidad de los países más poblados del
Sur, en primer lugar y ante todo China y la India, de abrir para sí
mismos y para el mundo una vía de desarrollo más igualitaria socialmente
y más sostenible ecológicamente que la que propició la fortuna de
Occidente.
------------ prxima parte ------------
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