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Publicado en diagonalperiodico.net, núm. 184, octubre de 2012.

EL derecho a decidir Europa
Raúl Sánchez Cedillo

Europa sería una comunidad tan imaginada como sus nacionalismos, con Estado o sin él, dominantes y
dominados. El planteamiento de la cuestión no ha de girar en torno a la naturalidad o la
artificialidad de unos y otros, sino a qué narraciones y acciones suponen respecto a la presente
crisis-estafa del capitalismo y a la oleada de expresiones de rechazo y de rebelión a que está
dando lugar. Pero consideremos lo que está pasando en el Reino de España.

Ante el resquebrajamiento manifiesto del régimen nacido de la Constitución de 1978 se abre un
campo de opciones tan ambivalentes como antagónicas, que solo podemos evaluar con arreglo a sus
criterios determinantes: la producción de la riqueza y de las formas de su apropiación y
distribución; la relación entre  Estado de partidos, territorio y democracia; y la relación entre
soberanía, poder constituyente y contrapoderes sociales.

Al pensamiento crítico no le puede pasar desapercibido el trasfondo de la radicalización reciente
de la apuesta nacionalista y/o independentista en Cataluña: el llamado “pacto fiscal” y el
“Espanya ens roba”. ¿Son tan fundamentales las diferencias de esa narrativa respecto a la
utilizada por la Liga Norte en Italia: su “federalismo fiscale” y su “Roma ladrona”? ¿Es algo más
que una casualidad que en ambos casos, al igual que en Euskadi, se trate de los territorios más
ricos de los respectivos Estados? Y, mira por dónde, el contrapunto españolista más agresivo
proviene de Madrid, la tercera comunidad autónoma por PIB per capita y capital del Estado. Cuando
hablamos del 99% contra el 1% hablamos del expolio de derechos, renta y riqueza pública de esa
ínfima minoría rentista sobre quienes carecen de poder financiero y político. Y este proceso en
curso y su juego de narraciones resulta mucho más determinante que la dialéctica entre naciones
opresoras y oprimidas. Salvo en el caso gallego, que corresponde bastante más a una relación
moderna entre centro y periferia, estamos más bien ante una agresiva tentativa populista de “exit”
de los más ricos respecto a los pactos de contribución fiscal progresiva al conjunto del Estado.
Quienes todavía hagan lecturas de clase de estas cosas no pueden emplear mucho tiempo en
desenmarañar este aspecto. Las comunidades imaginadas son un recurso más en la contraposición
entre distintas elites de renta y de poder político y financiero para la captura de las almas de
la ciudadanía. O, si se quiere decir de otra manera, estamos ante una operación de conversión de
un sistema que torna pública la deuda privada (fundamentalmente bancaria y que ha entrado en
crisis terminal de legitimidad y autoridad), en un sistema de la deuda nacional basado en el
sacrificio del pueblo (que nunca es idéntico a la población que vive en el territorio, sino el
cuerpo propio amenazado en su seno) por la supervivencia de su nación.

Esta contraposición entre norte y sur y entre naciones endeudadas que se reproduce por doquier es
una de las tendencias más peligrosas contra la democracia y los derechos del 99% en la Unión
europea. Y es uno de los acicates más poderosos para plantear la necesidad de un proceso
constituyente como condición de realización de la democracia para la inmensa mayoría de la
población.

Un proceso constituyente del 99% no puede ser un proceso de creación de nuevos Estados-nación, ni
de enfrentamiento entre territorios endeudados. De ahí que la retórica de la “soberanía” y su
corolario de la “autodeterminación” se convierta en este contexto en un arma peligrosísima para el
proyecto del 99%. Soberano es quien detenta realmente la última instancia de cambiar las reglas
del juego, de decidir, según Carl Schmitt, la excepción respecto a la regla. Y hace mucho tiempo
que soberanía nacional y su corolario estatal pertenecen a las ficciones instrumentales de una
esfera política y constitucional arqueológica.  En este sentido, elegir no es decidir. La
capacidad de decidir pasa por identificar adversarios, enemigos y aliados estratégicos de la
democracia del 99%.

Hay quienes continúan pensando, de acuerdo con las doctrinas de la III Internacional comunista y
sus variantes epigonales, que allí donde existe un conflicto de tipo nacional es preciso ponerse
del lado de la nación oprimida y resolver la llamada “cuestión nacional” antes de acometer la
“cuestión social”. Hace falta una “revolución democrática” (la autodeterminación nacional) antes
de plantearse el objetivo de la “revolución socialista” (Variante trotskista: paso de una a otra
sin solución de continuidad). Entre otras cosas, porque la opresión nacional “dificulta el
desarrollo de las fuerzas productivas” (esto es, del capitalismo) y, por lo tanto, el desarrollo
de una mayoría social de clase trabajadora, capaz de construir el socialismo mediante la toma del
poder y la instauración de una dictadura (más o menos legítima, más o menos hegemónica) de la
mayoría trabajadora sobre la minoría rentista y explotadora. Basta aplicar esta plantilla a las
realidades catalana, y vasca, por seguir con nuestros ejemplos, para comprobar lo desastroso que
puede resultar ese dogmatismo imperecedero.

Lo decisivo pasa por otro lugar: tenemos que reconocernos como habitantes de diferentes
territorios de una entidad en descomposición, la actual Unión europea, un proceso que solo puede
prometer opresiones aún peores que las actuales, por doquier. El régimen de la deuda infinita es
el mismo en unos Estados y otros, y su contraposición tan solo promete nuevas guerras entre los
gobernados a beneficio del 1%. A esto hay que añadir que, paradójicamente, quienes más desean
liberarse de su “opresión nacional” son más ricos por término medio que la población de origen
“opresor”, y no digamos ya de la población inmigrante extracomunitaria. ¿Qué es la nación, si no
reconoce a sus pobres, sino que solo considera lengua, suelo, costumbres y un relato histórico
siempre al servicio de los padres de la patria? Lo llaman etnonacionalismo y, mientras que es
ambivalente y problemático cuando lo promueve una minoría nacional colonial o postcolonial,
resulta abrumadoramente reaccionario y protofascista cuando son las regiones ricas y (en la
presente condición capitalista) más explotadoras las que lo promueven.

Reconocer la “variación continua” de las pertenencias nacionales es algo que ha de ser
incorporado, si no lo está ya, a la narración estratégica del 99%. Al mismo título que el género,
la “raza”, y aquello que llamaban la clase. Ahora bien, si tanto en “España” como en Cataluña y
Euskadi el grito de “no nos representan” está abriendo un horizonte constituyente de democracia
real, ninguna pretensión etnonacionalista de nuevos Estados y fronteras resulta justificable, sino
que ha de ser combatida, como lo ha de ser toda amenaza de guerra entre los pobres y los
subalternos.




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