[unomada-info] El poder de decidir, por Montserrat Galcerán

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Mar Jun 21 15:28:47 CEST 2011


EL PODER DE DECIDIR.
Montserrat Galcerán


                   No somos mercancía en manos de banqueros y políticos.

                                      Slogan del Movimiento español 15M.



Escribo estas líneas en pleno movimiento 15M, un movimiento que se viene
desarrollando en múltiples ciudades españolas desde la gran
manifestación que tuvo lugar aquel día. A partir de ella empezaron a
instalarse acampadas en las plazas céntricas de muchas ciudades, en la
Puerta del Sol en Madrid, la Plaza de Catalunya en Barcelona, la plaza
del Obradoiro en Santiago de Compostela, la plaza de las setas en
Sevilla. Y así tantas otras. Al cobijo de las acampadas se han mantenido
asambleas casi diarias a las que acuden varios miles de personas y en
las que se discuten los diversos temas, desde las cuestiones económicas
más candentes como la crisis de la banca, a temas legales, feminismo(s),
cuestiones de política a medio y largo plazo, educación y Universidad,
etc. El movimiento va avanzando afincándose en barrios y pueblos al
tiempo que se debate incesantemente cómo continuarlo aunque se levanten
los campamentos. 


No es cosa aquí de describir un movimiento tan complejo. Baste decir que
uno de sus integrantes más notorios – Democracia real ya – se presenta
como una plataforma “apartidista” pero no “apolítica”. Eso significa que
se rechaza que la política deba pasar sólo y únicamente por el canal
partidista, dado que la experiencia acumulada de varios decenios de
democracia de partido en un país como España nos enseña que la
partitocracia se convierte en elemento de dominio de una élite
político-económica sobre la ciudadanía y no en una forma de gobierno a
partir de la población, por más que mantenga un discurso de libertad y
soberanía. Es esa una experiencia constatada en un país que en los años
70 logró poner fin a una dictadura de medio siglo y que se ha encontrado
con una democracia de Partidos que, aunque cuente con la legitimidad que
dan las urnas, carece de mecanismos de participación ciudadana directa.
En una situación de crisis global como la actual, ello garantiza la
homogeneidad entre las capas dominantes en lo económico y en lo político
y, con la ayuda inestimable de los medios de comunicación, reduce al
límite las posibilidades de intervención de la población – ya sea más o
menos organizada – en el debate y la gestión de los asuntos comunes.


En un momento en que la inutilidad de la política de partidos para
protegernos de los efectos de la crisis se convierte en algo así como
“sentido común” compartido de amplios sectores, la gestión de un
gobierno que la hace recaer sobre las capas más débiles se está
confrontando con la movilización ciudadana. Las asambleas, celebradas en
el espacio público, en las calles y plazas de nuestras ciudades, ponen a
punto, bregando con todo tipo de dificultades, un sistema de democracia
directa que afila su capacidad para la toma de decisiones. Más adelante
hablaré de algunos problemas con los que choca esa iniciativa. Por el
momento centrémonos en una presentación más detallada de los tipos de
democracia y de la novedad que introducen los nuevos acontecimientos.


1.- El discurso de la democracia en el marco de las relaciones
capitalistas de poder.


En unas declaraciones que no tienen desperdicio la Presidenta de la
Comunidad madrileña, Esperanza Aguirre, líder del PP (Partido popular) y
exponente de la línea neo-liberal más belicosa dentro de este partido de
derechas, afirmaba que la que ella defiende es una “democracia sin
adjetivos”. Amalgamando las posiciones franquistas con las stalinistas,
-operación típica de ese tipo de pensamiento – se distanciaba al mismo
tiempo de la “democracia orgánica” franquista y de la “democracia
popular” de los antiguos países del Este de Europa. La suya, decía, era
una “democracia a secas”, obviando los múltiples términos con que
podemos adjetivarla. Sin ir más lejos el sociólogo Angel Calle propone
designarla como “democracia elitista”, “democracia de exclusión”,
“democracia autoritaria”, “democracia tecnocrática”, “democracia
neo-liberal”... Todos estos adjetivos ponen el acento en que “esa
democracia”, la democracia de partidos, es al mismo tiempo una
democracia de élite – en una población de más de 40 millones, sólo unas
100.000 personas participan directamente de la política y viven de ella,
por lo general con altos emolumentos, el resto únicamente vota por un
partido u otro cada cuatro años. A pesar de su retórica de inclusión –
el sufragio universal garantiza que los representantes son votados por
la población – genera exclusión, pues aparte de que hay personas que no
tienen derecho al voto – entre otros y especialmente los migrantes no
comunitarios – aquellos que lo tienen no pueden incidir realmente en los
asuntos públicos. Por tanto, y eso no deja de sonar paradójico, en vez
de fomentar la responsabilidad política produce impotencia. 


En el marco interno de los propios partidos la democracia también está
restringida, pues son los aparatos partidarios los que toman las
decisiones y eligen a los candidatos. Esa arquitectura hace que los
partidos políticos democráticos sean muy poco democráticos y operen
especialmente como captadores de votos por diversos mecanismos, entre
otros los clientelares, al tiempo que favorecen a los políticos con
menos escrúpulos y más ávidos de poder y dinero.


Por eso puede llamársela propiamente “democracia autoritaria”, añadiendo
a éste el adjetivo de “tecnocrática”, ya que sus recetas derivan de la
implementación de un discurso “tecnocrático” que pretende regir a la
comunidad según criterios de cientifización social objetivista. Sus
gestores gastan cantidades apabullantes de dinero en múltiples informes
y sondeos tratando de adivinar las inclinaciones de voto de la
población, pero desoyen a los grupos que plantean iniciativas o que
muestran sus exigencias. Ignoran repetidamente las protestas por una
sanidad mejor, por una Universidad pública y de calidad, por una
educación al alcance de tod en s, contra la polución en los barrios, a
favor de la creación de centros culturales, contra las medidas de empleo
o la rebaja de pensiones y salarios, contra la precarización de la
existencia,…Cuando se producen dichas iniciativas las tildan de
minoritarias, poco representativas o marginales, y blanden contra ellas
la legitimidad de los votos. Se niegan a reconocer los movimientos
sociales y su necesaria parcialidad en tanto que están insertos en
problemáticas particulares. Ellos pretenden hablar de la generalidad de
la población pero de hecho están haciendo valer como generalidad los
intereses escuetos de una élite político-económica.


Se trata pues de ahondar en el análisis de la democracia. De acuerdo a
otros estudiosos contemporáneos podemos calificarla como una forma de
organización del Estado que incluye un conjunto de discursos y prácticas
que a su vez comportan códigos, imaginarios, instituciones, enseñanzas y
burocracias. Atendiendo a la forma que adoptan en ella los procesos de
toma de decisiones, podemos distinguir entre democracia representativa,
participativa y radical. La democracia representativa, hegemónica en los
países europeos, se reduce por lo general a una democracia de partidos,
cada uno de los cuales ofrece su receta, razón por la cual el pluralismo
de los partidos políticos parece encarnar la diversidad de opciones
políticas de la población; ciertamente habría otras formas de asegurar
la representación, ya fuera con listas abiertas, con circunscripciones
más igualadas, con un sistema que proteja las minorías y no premie las
mayorías, o con otro tipo de medidas pero en cualquier caso suele primar
el principio de representación en su forma más restringida.


La historia de los últimos años ha mostrado que en su praxis política la
democracia representativa es extremadamente paradójica puesto que al
tiempo que reposa sobre un discurso de igualdad y de inclusión – el
sufragio universal garantiza a todos los ciudadanos el derecho de voto –
produce una conducta apolítica que acaba convirtiendo al ciudadano en un
agente “pasivo”. Lo denomino “pasivo” porque su efecto es evitar la
interferencia de los ciudadanos en la gestión de los asuntos políticos
que quedan reservados a un sector muy minoritario de la población.


En efecto, la piedra angular de las democracias contemporáneas es el
“ciudadano libre e igual”. En todas ellas los individuos mayores de
edad, sin distinción de sexo, raza o religión y con el solo requisito de
contar con la nacionalidad tienen la cualidad de ciudadanos y en
consecuencia tienen derecho al voto libre, igual, directo y secreto. Sin
duda el hecho de que no se establezcan impedimentos al ejercicio del
voto es un rasgo de igualitarismo y de democratización de los sistemas
políticos. Y congruente con ello, la democracia representativa heredera
del liberalismo clásico no admite restricciones a los derechos
ciudadanos, lo que no implica que todos y cada uno de los habitantes de
un territorio tengan reconocida esa cualidad. La ciudadanía implica
condiciones que no todos cumplen y que pueden convertirse en un elemento
de exclusión.


Pero lo más importante y la causa de que genere pasividad entre la
población es que restringe la intervención política de la gran mayoría a
refrendar las decisiones tomadas por una pequeña capa que se reserva
para sí el ejercicio activo de la política. En este sentido el ciudadano
está mucho más cerca del antiguo súbdito de lo que la ideología del
ciudadanismo permite adivinar.


Como consecuencia difícilmente se puede afirmar que la composición de
las cámaras responde “a la voluntad de los ciudadanos”, puesto que éstos
carecen de tal, como se demuestra por el hecho de que no pueden imponer
ni nombres ni programas y sólo pueden refrendar con sus votos la
voluntad de las elites y sus organizaciones. El poder político
estructurado de este modo es un poder en el que la inanidad de los
programas va a la par con la concentración de poder político por los
partidos y la despotenciación de las capacidades políticas de los/as
ciudadanos/as que, sin embargo, son presentados y alabados como la
piedra angular del sistema. Cuando lo cierto es que ese ciudadano pasivo
y espectador es configurado, de facto, en analogía con el consumidor de
bienes, cuya puesta a punto está reservada a las elites dirigentes1.


Podemos concluir de ahí que el espejismo de esta forma política de
pluralismo representativo se construye sobre dos operaciones. En primer
lugar, el hecho de que la intervención política esté reducida al voto
individual hace que los ciudadanos sean reducidos a átomos sociales
provistos de una opción (SI/NO). Eso reduce enormemente el ámbito de
posibilidades y hace inútil debatir con ellos, basta explicarles
claramente que su opción – sea cual fuere – es la más interesante para
ellos, al tiempo que se les quita la posibilidad de negarse al juego,
puesto que la opción negativa sólo puede hacerse apoyando otra opción.
Los ciudadanos son reducidos a elementos individuales que sólo tienen la
opción de decir SI a algo, pero no tienen la posibilidad de negarse
activamente; incluso la opción de no votar lo único que hace es
restringir el número de votantes tomados como base para las proporciones
entre los partidos elegidos, con lo que tampoco tiene una incidencia
real. El sistema representativo está estructurado de tal modo que haga
lo que haga el ciudadano individual no podrá nunca ponerlo en cuestión
pero dado que el voto individual es su base y su única forma de
intervención, cualquier acción colectiva contra la falacia del
individualismo político no tiene más opción que romper el espejismo.


Ahora bien, dado que “lo político” afecta al conjunto de relaciones
interpersonales y colectivas que crean la convivencia “común”, reducir
todo el espectro de relaciones en ella implicadas al
ciudadano-que-deposita-su-voto-cada-cuatro-años, implica reducir sus
competencias y abrir un campo infinito a la corrupción y la
manipulación. E incluso más, tratarlo como un mercado significa que el
votante en el momento de depositar su voto a favor de una opción es como
si comprara un servicio pero, excepto en el caso en que compre realmente
un servicio como los votantes que reciben trato preferencial de los
partidos en la medida en que sus negocios están vinculados a una opción
política ( proveedores de un determinado partido, asesores, etc.), en
todos los demás el comprador-votante no obtiene ningún servicio de su
voto. En este caso la sobre-ideologización de las posturas es un
mecanismo que suplementa su inanidad.


La reducción del ciudadano al votante – y cotizante – y el pluralismo de
las opciones en liza oculta así la disimetría entre dominantes y
dominados que estructura toda relación de poder pues pareciera que todos
aquellos que se identifican con la opción electoral ganadora fueran
“dominantes” aunque realmente no “toquen poder” y ocupen el lugar
estructural de los dominados, o sea aquellos cuya opción ha sido
derrotada y que tampoco tienen ningún acceso a él. En suma tanto
gobierno como oposición forman parte de una estructura política que
constituye un entramado de poder sobre la gran mayoría de los
ciudadanos, transformados en sus soportes pasivos.


Cabe entonces preguntar ¿a quién o qué representa la democracia
representativa? La respuesta más ingenua sería decir que representa a
los/as ciudadanos/as, pero visto lo dicho hay que pensar que los
partidos políticos se representan a sí mismos, encarnan (o sea
re-presentan) intereses u opciones que ofrecen a los electores y que
éstos confirman o rechazan imaginando que las opciones políticas
aprobadas corresponden a sus intereses sociales y no a los de la propia
“casta” de políticos profesionales, aunque éstos arrastren a un pequeño
grupo de personas dependientes y a su servicio. O mejor dicho, los
partidos despegan de las bases sociales mayoritarias y se convierten en
aparatos políticos del Estado. Realmente los partidos no son
representantes de los ciudadanos en los organismos estatales, sino
organizadores y clasificadores estatales de la ciudadanía, a la que
disciplinan.


A diferencia de la representativa la democracia participativa se
caracteriza por primar la participación de los/as ciudadanos/as en el
debate y en la toma de decisiones poniendo en marcha mecanismos
asamblearios que acompañan a los representantes políticos o los
sustituyen según los casos. En ocasiones puede combinarse con la
representativa siendo las autoridades electas las que impulsan desde las
instituciones la creación de espacios de participación. En otros casos,
colectivos fuertes obligan a los gobiernos a tomarlos en cuenta en sus
deliberaciones pero, en mi opinión, el punto clave de la democracia
participativa está en la delimitación de los órganos de toma de
decisiones, es decir en su capacidad para devolver la decisión a las
instituciones participadas y obligar a los ejecutivos a cumplir tales
decisiones. La democracia participativa que en los últimos años se ha
reforzado en Brasil y en otros países latinoamericanos se está
introduciendo en España aunque con otros matices y limitaciones pues en
ningún momento ha puesto en cuestión la democracia representativa
imperante2. Incluso es posible que en algún momento sea necesario
encontrar alguna combinación entre representación y participación tal
como sugiere Enrique Dussel, aunque tal vez la democracia participativa
y directa, especialmente con la ayuda de los medios electrónicos, avance
tanto que haga de la representación tal como se está practicando
actualmente una mera antigüalla3.


Experiencias como la venezolana de los Consejos Comunales, establecidos
por una ley de abril de 2006, ponen de relieve algunas de estas
características. Heredan formas más antiguas de participación ciudadana,
como eran las Mesas técnicas de Agua y las Organizaciones Comunitarias
Autogestionarias, pero al tiempo las institucionalizan y las hacen más
dependientes del poder central. No es aquí el momento de tratar en
profundidad esa experiencia. Baste decir que esas organizaciones habían
surgido apoyadas en las comunidades de los barrios populares con el
objetivo de resolver problemas acuciantes de los vecinos, tales como la
traída del agua, la depuración de aguas residuales, problemas con la
electricidad, etc. Son organismos análogos a las Asociaciones de Vecinos
que tan activas fueron al final del franquismo en España y responden a
la necesidad que los vecinos tienen de resolver colectivamente sus
problemas. En Venezuela llegaron a constituir organismos autónomos que
obtenían directamente financiación estatal pero gestionaban
autónomamente los fondos y respondían de las gestiones. Mientras que no
está claro, al menos por el momento, que los Consejos comunales puedan
seguir desempeñando estas tareas y no se conviertan en organizaciones
barriales demasiado dependientes del gobierno. El problema es de nuevo
el de la autogestión y la autonomía de estas organizaciones en sus
relaciones con las instituciones centrales del Estado y su dependencia
financiera.


Por último la democracia radical, tal como la define A. Calle, tiende a
primar “el ejercicio de formas de cooperación en su dimensión humana, en
el trato dispensado a los bienes comunes y en el cuidado de los ámbitos
de decisión”4. Más adelante volveremos sobre esa cuestión.



2.- ¿Dónde está el poder?


Hemos definido la democracia como una forma de organización del Estado
tal vez dando por descontado que es éste el que condensa el poder
de/sobre la sociedad, lo que nos exige profundizar en este punto.
Tradicionalmente el Estado se definía como un “conjunto de instituciones
de dominio” que concentraba el poder físico legítimo en un territorio
(Max Weber). Sin embargo autores contemporáneos ponen de relieve el
carácter relacional del Estado y su imbricación con los mecanismos de
regulación social. El politólogo inglés Robert Jessop lo analiza como
una “relación social” y lo define como “un conjunto relativamente
unificado de instituciones, organizaciones, fuerzas sociales y
actividades socialmente incrustadas, socialmente reguladas y selectivas
estratégicamente, que se organiza en torno a la toma de decisiones (o
que al menos se involucra en ellas) y que son vinculantes colectivamente
para una comunidad política imaginada”5. Caracteriza al Estado la
capacidad para tomar decisiones vinculantes para la comunidad, pero esa
capacidad no debe entenderse como la plasmación de una voluntad
colectiva preexistente, sino como algo compartido y siempre en juego en
unas relaciones sociales amplias y complejas.


Aunque Jessop no le cite, en mi opinión esta concepción puede ponerse en
relación con el concepto relacional del poder que encontramos en Michel
Foucault. En efecto, tanto en sus textos ya clásicos de los años 70, en
especial en Vigilar y castigar como en las lecciones de los años
inmediatamente posteriores, publicadas recientemente, este autor nos
enseñó a pensar el poder como una red de relaciones que lejos de
coagularse en un punto que bastara “tomar”, se difunden por toda la
sociedad incorporando en su tejido las acciones de una multiplicidad de
sujetos. El poder, nos dice, actúa como una serie de dispositivos
acompañados de discursos que los codifican y legitiman, constituyendo un
entramado difuso que organiza los cuerpos de las personas, las normaliza
y las disciplina. Por supuesto que incluye mecanismos coercitivos, pero
nos equivocaríamos si los entendiéramos como “lo constitutivo” del
poder. Éste actúa de un modo muchísimo más capilar y microfísico, aunque
se ejerza también en grandes agregaciones molares – ahí se centra el
análisis del bio-poder – y a nivel del sistema-mundo – geo-política6.


Nos encontramos pues, en ambos autores, con un análisis del poder y de
las instituciones políticas que cambia el concepto de toma de decisión.
Pues la tesis foucaultiana sobre el carácter reticular del poder y su
incidencia en los cuerpos por medio de un sin fin de disciplinas, así
como su intervención sobre grandes agrupaciones poblacionales por medio
de dispositivos específicos, no implica que ese tejido sea
unidimensional, sino que en mi opinión se “concentra” en diversos
“nodos” que tienen capacidad de decisión, mientras que otros lugares de
la red carecen de esa capacidad decisiva. La red del poder no ofrece una
superficie lisa en la que diversos actores-agentes introducen sus
inputs, sino que el tejido mismo es disimétrico, produce bolsas y nudos
más fuertes que otros, con capacidad para subsumir estos últimos o
dominarlos, en el límite para callarlos e incluso borrarlos del mapa. El
conflicto interno en las redes del poder que abarca en un continuum
posiciones de preeminencia y zonas de debilidad e impotencia sustituye
en el imaginario post-foucaultiano la concepción clásica de la
confrontación entre los poderosos y los débiles. Como vemos la cosa es
muchísimo más complicada pero no implica que todos los agentes disfruten
del mismo grado de intervención sino que de nuevo hay polos más fuertes
que otros.


Así, el modelo de relación de fuerzas que Foucault utiliza, aunque no
siempre permite reducir los contendientes a dos líneas contrapuestas, se
diferencia de un modelo más plano como el utilizado por algunos autores
postmodernos, Lyotard y Vattimo entre ellos7. En ningún momento anula la
disimetría ni la resistencia, si bien intenta pensarla de forma
localizada, parcial y situada. 


Por otra parte siento disentir de aquellas posiciones que privilegian a
los actores económicos frente a los políticos y defienden una tesis
según la cual los poderes públicos en las actuales democracias “carecen
de poder”. Según ellos el sistema político estaría “vacío” puesto que su
capacidad de decisión ha sido sustraída por los grandes poderes
empresariales. La capacidad de decisión estaría “en otra parte”, en las
oligarquías económicas y en la dinámica de un capitalismo financiero
también él muy complejo. Al calificar de “neoliberal” la democracia del
capitalismo de alta gama, justamente lo que se estaría indicando es que
está ligada a un capitalismo de mercado que transfiere a éste, y
específicamente al mercado de capitales, el poder sobre la sociedad. Los
mercados financieros subsumirían bajo sus exigencias a los poderes
políticos que en cierta forma se convertirían en cáscaras vacías que no
resisten al chantaje. La acumulación de poder económico en las manos de
las oligarquías financieras y el fuerte endeudamiento de las
administraciones públicas socavaría su poder de decisión y las harían
incapaces de resistir a las presiones del mercado8. Esa tesis es muy
sugerente y en algunos puntos acertada, pero creo que se equivoca al
sugerir una separación entre las elites económicas y las políticas. A mi
modo de ver la convergencia entre esos dos sectores es mucho mayor de lo
que podríamos suponer: la alta burocracia de los Estados y de las
Administraciones públicas, cuando menos en los Estados europeos, está
estrechamente entrelazada con las capas altas del ámbito de los
negocios, especialmente las grandes transnacionales privadas. No sólo
hay un trasiego incesante entre unos y otros, sino que comparten
información y, lo que es más importante, comparten una misma concepción
sobre lo que “es bueno para la sociedad”, concretado en medidas de
austeridad, medidas de control del trabajo asalariado, de reconversión
privada de las Instituciones públicas, de salvaguarda de las grandes
fortunas, de beneficios para el capital, etc. En el mejor de los casos
esas capas dirigentes sostienen lo que el estadista Alvaro García Linera
denomina críticamente la “concepción del goteo” es decir, la idea de que
si la economía fluye con altas tasas de beneficio, algunas gotas de esa
prosperidad alcanzarán a las capas populares, pero jamás se plantean
hacer una política que desafíe los poderes económicos y que redistribuya
la riqueza. Su sola mención la consideran absolutamente
“anti-económica”.


Políticos y empresarios o altos ejecutivos comparten la idea de que los
códigos capitalistas que postulan mayor inversión, mayor consumo,
reproducción ampliada, … son los únicos posibles y por tanto son
incapaces de imaginar una sociedad que se rija por otros principios y
que dé valor a otras conductas. Ciertamente gran parte de la población
aceptó ese código antes de la crisis, pero ésta ha puesto sobre el
tapete las dificultades de relanzamiento del sistema económico e incluso
abre la posibilidad de que empiecen a considerarse otras variables.


También en este sentido las aportaciones de R. Jessop me resultan
especialmente valiosas cuando señala que “la relación de capital no
puede ser totalmente reproducida a través del intercambio en el mercado
y que, por tanto, tiende a lo que con frecuencia se expresa, en términos
ideológicos como `fallo de mercado´”9. Para su reproducción el
capitalismo precisa de mecanismos extraeconómicos, fundamentalmente
políticos, e incluso, “si la mercantilización se lleva más allá de
ciertos límites, los `fallos de mercado´ amenazarán a la totalidad de la
acumulación capitalista”10. En consecuencia el autor presenta el Estado
de Bienestar keynesiano de postguerra como una forma de regulación del
Estado capitalista de base territorial que resultó relativamente exitoso
durante la época fordista. Su crisis va acompañada de dos procesos que
el autor estudia con cierto detenimiento: por un lado se pone en marcha
un intento de “reescalar”11 el ámbito territorial del poder político tal
como se da en el proceso de globalización y en la formación de entidades
políticas regionales, como la Unión europea; por otra, se diseña un
modelo de Estado, que él denomina “régimen posnacional de trabajo
schumpeteriano” centrado en la gestión capitalista de la fuerza de
trabajo. Es decir, el objetivo del Estado (capitalista) será ahora
garantizar una sociedad trabajista (Workfare) capaz de asegurar la
reproducción de la fuerza de trabajo necesaria para las empresas y
favorecer la competitividad de éstas en el mercado global, aunque para
ello sea necesario recortar los derechos de los trabajadores y sus
prestaciones sociales. En otras palabras, se trata de que el Estado
garantice “las condiciones para la continuación – improbable- de los
negocios privados rentables desde el punto de vista de los capitales
particulares y del capital en general”…subordinando “su política social
a las demandas de la política económica”, lo que tiene su corolario “en
la presión a la baja sobre el gasto público…especialmente sobre aquellas
capas que no son miembros (potencialmente) activos de la fuerza de
trabajo o la han abandonado” (pensionistas, estudiantes, mujeres con
trabajos de cuidado, personas dependientes, etc)”12. Esa tesis que goza
de gran predicamento en todas las sociedades capitalistas del primer
mundo, significa que las instituciones estatales operan bajo la
constricción de favorecer las condiciones para la acumulación
capitalista a pesar de que, aún en el caso de que ésta se produjera, una
reactivación del ciclo económico es muy posible que no revirtiera sobre
sus territorios ni mejorara la condición de la población, dada la
diferencia de escalas antes comentada y el aumento de la dualización
social. En el marco de la crisis las instituciones estatales se
convierten en palancas decisivas para trasladar sus costes a los
sectores sociales más débiles y, en ningún caso, para poner coto a los
desmanes de los más fuertes13.


Una parte del interés de esta posición es que contribuye a entender
mejor la aparente retirada del Estado, como si el gobierno dejara de
gobernar inaugurando lo que se suele denominar gobernanza (del inglés
gouvernance). Se entiende por tal el hecho de que el gobierno más que
como un centro de poder coactivo, se presente como un lugar de
coordinación de relaciones sociales interdependientes no marcadas, al
menos aparentemente, por la dominación, puesto que aparecen como
relaciones compartidas si bien no siempre simétricas. Las redes y
relaciones sociales muestran a su vez un alto grado de autoorganización,
por lo que la tarea de gobierno se concentra en asegurar la reproducción
social en su conjunto, lo cual, en un Estado capitalista, se concreta en
asegurar las condiciones para la recuperación del ciclo económico. Pero
para ello adopta estrategias de diálogo y negociación que justamente dan
la apariencia de ausencia de gobierno.



3.- La soberanía y la cuestión de la ley y el derecho.



Como señala acertadamente Angel Calle citando a Lewellen, “la práctica
de decidir colectivamente y de garantizar una inclusión social se halla
presente tanto en culturas arraigadas en Europa como en cualquier otro
continente”14. Pero en Europa esa práctica ha adoptado desde el final de
la edad Media la forma del dominio universalista y de la formulación de
la ley, amparada en una concepción religiosa secularizada de la
soberanía.


Los textos académicos suelen remontarse a la figura de Jean Bodin al
explicar los orígenes de la noción de soberanía. Este autor francés de
finales del s. XVI (1529 o 30/1596) se habría planteado el problema de
la estructura de la república15 a la que define como “recto gobierno de
varios hogares y de lo que les es común, con potestad soberana”; “el
príncipe soberano – sigue diciendo el autor - tiene el poder de dar
leyes a todos en general y a cada uno en particular (...) sin
consentimiento de superior, igual o inferior”16. Ello implica que el
soberano sólo puede ser uno y es superior a todos, puesto que, como
afirma el autor, si necesitara el consentimiento de otros para formular
sus mandatos, ya no sería la autoridad suprema. Al mismo tiempo en la
historia moderna europea la forma de ley se presenta como expresión de
la voluntad del soberano, el cual lo es por la gracia de Dios, estando
su poder efectivamente limitado por la observancia de la ley
natural/divina. Su palabra es ley en un sentido muy cercano al mandato
divino y sólo más tarde, a partir de la secularización de la política
que acompaña la Ilustración, la ley va a pasar a entenderse como
expresión de la voluntad del pueblo o la nación. Pero eso implica que
ésta debe concebirse como un sujeto colectivo representado por el
soberano. El modelo teocrático de partida introduce algunas paradojas
como la de que la soberanía deba pensarse como la voluntad de un Uno
cuando el pueblo es un conjunto de muchos17. Y la de que estando el
poder del soberano limitado solamente por el derecho natural/divino, el
único al que el soberano debe plegarse, la puesta en cuestión del orden
religioso en el discurso secularizado lo deja ilimitado. Al desligar la
soberanía de cualquier forma de poder popular constrictivo, queda
flotando en el vacío sin que los mecanismos constitucionales sean
suficientes y aboca a la concepción de C. Schmitt para quien, en buena
lógica, la soberanía la detentará aquel que sea capaz de desafiar el
imperio de la ley suspendiendo la constitución misma. Esa lectura,
proclive a la legitimación del golpe de Estado en una situación
previamente definida como caótica, es resultado de una lectura nihilista
de la soberanía de base teocrática18.


Ahora bien, en la temprana formulación dada por Bodin, al príncipe o
soberano le compete organizar un espacio jurídico-político que siendo
absoluto – en el sentido de que no depende de otros poderes que sin
embargo existen en la época tales como el poder de las Iglesias o de los
señores feudales -, no puede ser arbitrario sino que está regido por
normas jurídicas supra-personales. “El soberano ya no es un individuo
que más o menos esforzadamente ha conseguido alzarse con el poder de un
territorio. El soberano es un poder subyacente que puede ser ocupado por
cualquiera con tal de que cumpla con los requisitos que “ese lugar”
impone”19. Se trata en cierta manera de una estructura “inmanente” que
en la tradición ilustrada y especialmente en la obra del maestro Imanuel
Kant se hará girar hasta hacerla converger con un poder trascendente, de
tal modo que el soberano, manteniendo intacto su poder, lo ejerza ahora
en nombre del pueblo/la nación y ya no en nombre de Dios20.


A partir de ahí en la historia intra-europea la práctica legisladora,
que va buscando dar eficacia y legitimidad al poder político del Estado,
se asentará en la formulación de un lenguaje universal, contrapuesto por
la intelectualidad laica, al dominio de la Iglesia que empieza a ser
considerada un poder parcial regido por un lenguaje confesional y que
chocó, especialmente a partir de la Reforma, con la diversidad aportada
por otras confesiones religiosas y los conflictos entre ellas21. La
puesta en cuestión del dominio material y espiritual de la Iglesia
católica adoptó en Europa la forma de la lucha por el dominio de la
razón frente a la fe, a partir del postulado de que la razón, o “sentido
común” en la formulación cartesiana, era una capacidad propia de los
seres humanos contrapuesta a las convicciones religiosas.


Una teorización compleja fundamenta en esa racionalidad humana general
la forma universal de la ley, estableciendo protocolos de producción
legislativa que, en tanto que deducidos unos de otros casi como un
sistema axiomático, garantizan el carácter universal de la legislación.
En cierto modo ese aparato prescinde de la toma de decisiones, puesto
que pareciera como si bastara que los poderes públicos se atuvieran a
las normas legales para que su legitimidad quedara al resguardo. Y, al
menos en parte, esa concepción participa del “sentido común” de las
sociedades capitalistas modernas.


Y sin embargo los conflictos de pluralidad de poderes y de luchas
internas que dieron pie a la formulación del “poder soberano” como un
poder neutral y superpuesto – absoluto según hemos dicho – no
desaparecen bajo el régimen de la ley. El aparato legislativo no
funciona por su propia inercia sino que precisa de una labor constante
de “interpretación” y de “adecuación”. No elimina la decisión, sino que
la concentra en los aparatos judiciales, especialmente en sus órganos
supremos: el Tribunal supremo, el Tribunal constitucional o, en nuestro
caso, el Tribunal europeo de Estrasburgo. Un análisis de estas prácticas
nos muestra las divergencias en la interpretación de las leyes y los
múltiples resquicios que hay en ellas para actuaciones de orden
político, es decir, cómo no eliminan los espacios de decisión sino que
de nuevo los concentran: las elites de los aparatos judiciales tienden a
amalgamarse con las elites políticas y las económicas. 


Por otra parte el ámbito del poder y del Estado en tanto que ámbito de
relaciones incluye una fuerte dimensión lingüística performativa. Las
leyes son enunciados de este tipo: por una parte proceden de “actos
lingüísticos” proferidos por agentes autorizados, los legisladores,
tanto los que son elegidos como los miembros de los ejecutivos o de los
poderes judiciales; por otra, esas fórmulas lingüísticas performan
aquello que prescriben. Las leyes están establecidas como normas de
“obligado cumplimiento” pero producen la realidad que norman, y si son
obedecidas, lo son o bien porque se les confiere una autoridad
racionalizada – encarnan la primacía del orden racional sobre el caos de
los deseos y los afectos caóticos de la muchedumbre – o porque se
percibe en ellas la voz de la autoridad que gobierna, apuntalada en la
fuerza física sancionadora militar y policial.


El problema que queda en la sombra no es el de la validez de la ley sino
el de los mecanismos de su producción. La producción de leyes y normas
es un campo destacado del ejercicio de la autoridad, el cual incluye la
legitimidad de la misma. Es ése un problema que en muchos ordenamientos
jurídicos se remite a los procesos de elección de los legisladores, con
lo que se observa que la democracia representativa incluye una dimensión
legisladora que en los textos clásicos ilustrados se remitía a las
capacidades racionales del género humano pero que en las discusiones
contemporáneas se refiere, prioritariamente, a la observancia de los
mecanismos procedimentales y formales. Y que obliga a tener en cuenta la
propia historicidad de las Constituciones en tanto que marco legal
básico de una sociedad.



4.- La “gubernamentalidad” y el miedo al caos.



En los textos de sus últimos años la teorización foucaultiana del “arte
de gobernar” contribuye a desplazar el análisis del poder de la cuestión
de la soberanía al tema de la “gubernamentalidad”22, a la que define
como el conjunto de instituciones y de prácticas a través de las cuales
se guía a los seres humanos, e incluye desde la administración de cosas
y servicios hasta la formación de los seres humanos mismos; se trata de
acciones que operan sobre otras acciones, generando acciones-respuesta
por parte de los sujetos afectados; al tiempo los constituye como
hipotéticos sujetos agentes aunque delimita los ámbitos de dicha
agencia. En suma configura un espacio de interacciones en el que el
gobierno se caracteriza por su capacidad de dirigir, orientar o encauzar
la acción social: “gobernar en este sentido es estructurar el posible
campo de acción de los otros”23. No es antitético con la iniciativa
particular sino que más bien la promueve, encauzándola y dirigiéndola. Y
tiene un cierto carácter anónimo: indudablemente la acción de gobierno
en tanto que “estructura un campo de acción posible” se diluye en el
entramado social al particularizarse en una serie de normativas,
prescripciones, reglamentos, etc. que son puestos en acción por una
miríada de agentes interpuestos, desde los múltiples funcionarios de las
escalas básicas de la administración hasta las capas altas de los
gobiernos. Su responsabilidad es desigual pero compartida y permite
incluir en la propia acción de gobierno a muchos de los afectados
negativamente por ella.


Sus dispositivos, los dispositivos de gobierno, incluyen las
instituciones, los procedimientos, los análisis y las reflexiones, los
cálculos y las tácticas expresadas en primer lugar por el discurso de la
economía. Introducir la importancia de la economía en el discurso de la
gubernamentalidad muestra, a mi modo de ver, que esa noción tiene el
objetivo de explicar la especificidad de la acción de gobernar en las
sociedades capitalistas modernas en las que la economía se independiza
como un espacio aparte y se naturaliza, pero al tiempo se mantiene como
uno de los espacios de referencia de la propia acción de gobernar. “El
arte de gobernar, dice Foucault, tal como aparece en toda esta
literatura – se refiere especialmente a la bibliografía sobre el tema a
partir del s.XVI – debe responder esencialmente a la demanda de cómo
introducir la economía, es decir el modo de dirigir como es debido a los
individuos, los bienes, las riquezas tal como puede hacerse en el
interior de la familia, como puede hacerlo un buen padre de familia
capaz de dirigir a la mujer, a los hijos, a la servidumbre, etc, que
sepa hacer prosperar la fortuna de la familia, que sabe concertar en su
beneficio las alianzas más convenientes. ¿Cómo introducir pues esta
atención meticulosa, este tipo de relación del padre de familia con los
suyos en el interior de la gestión de un Estado?”24. Como veíamos en la
cita de Bodin, éste presentaba la soberanía como “gobierno (recto) de
varios hogares” por lo que la estructura familiar como célula
socio-económica es básica para el gobierno superpuesto a ella, al tiempo
que garantiza el mantenimiento de lo “común” a varios hogares o bienes
públicos: el patrimonio público, el tesoro público, los mercados,
plazas, etc. Esa distinción asegura la diferencia público/privado que es
una de las coordenadas de la sociedad moderna.


A la pregunta de Foucault podríamos añadirle una serie de interrogantes,
a saber: ¿qué características tiene el gobierno de grandes poblaciones
en las sociedades capitalistas modernas en ausencia de medidas
coercitivas o cuando éstas se reducen al mínimo?, ¿de qué técnicas o
tecnologías usa tal gobierno?, ¿cuándo empieza a constituirse?, ¿por qué
la economía se independiza como un ámbito aparte, se limita al espacio
“familiar” y se naturaliza, cuando es por derecho propio uno de los
espacios preferentes de la acción común?25. Son preguntas en gran medida
relativas al gobierno de multitudes basado en el hipotético consenso de
éstas, lo que implica lo que en otros textos Foucault llama la
construcción de subjetividad sometida. Por una parte se trata de
gobernar de forma que el gobierno promueva el vivir de las poblaciones
(biopolítica) frente al énfasis puesto en la capacidad del poder para
reprimir y para castigar. Por otra, ese poder actúa en contextos
sociales en los cuales los seres humanos son construidos como “sujetos
privados” dotados de libertad, lo que implica que al menos en teoría
podrían tomar decisiones que pusieran en crisis el sistema social
dominante y sin embargo, observamos que prevalecen comportamientos
respetuosos de las normas y códigos sociales. El gobierno actúa a través
del control y la norma y actúa estratégicamente, y no solo o básicamente
a través de la censura y la represión. 


Ahora bien, si los gobiernos gobiernan con el consentimiento de los
sometidos, cabe hacerse una doble pregunta, no sólo ¿qué características
tiene la acción de gobierno – la “gubernamentalidad”?,- sino al mismo
tiempo ¿qué tipo de subjetividad construyen los gobernados? Ambas
preguntas estructuran el análisis foucaultiano.


En cuanto a lo primero la acción de gobierno incluye múltiples facetas:
“incita, induce, seduce, desvía, facilita o dificulta, amplía o reduce,
hace más o menos probable, en fin reprime o impide absolutamente”26 las
acciones de los gobernados; es decir configura un conjunto de acciones
sobre otras acciones en un sistema en cascada. En su dinámica la acción
de gobierno cruza “las técnicas de dominio ejercidas sobre los demás (la
biopolítica) y las técnicas de sí (la egopolítica)”27, puesto que exige
que los individuos singulares construyan su subjetividad de acuerdo a
las normas y disciplinas sociales, al tiempo que éstas prefiguran y
refuerzan el marco en el que aquellos actúan. Pero por lo mismo ese tipo
de gobierno precisa de sujetos libres. Su soporte es justamente ese tipo
de sujeto cuya libertad es presupuesto y requisito, pues es quien debe
reconocer e interiorizar las incitaciones, prohibiciones, desvíos,…y
ponerlos en acto construyéndose una subjetividad adecuada; al tiempo que
el poder de gobernar modula los cauces colectivos a través de los cuales
discurran esas acciones de modo que las interacciones entre los sujetos
se amolden a los diseños globales. El poder por tanto se ejerce en “el
vivir de las poblaciones” consideradas tanto en su globalidad como en la
particularidad de cada uno y cada una.


Es en este punto que Foucault hace intervenir su concepción del biopoder
y la “biopolítica”. Aunque a veces use los términos con una cierta
ambigüedad, podemos definirlos como aquella forma de poder y de política
que, especialmente a partir del s. XVIII, toma a su cargo el vivir de
las poblaciones, planteándose hacerlo crecer, proliferar, aumentar. Lo
liga al auge del capitalismo como formación social, y al liberalismo
entendido como práctica de gobierno adecuada a él puesto que permite
gobernar poblaciones devenidas libres y, al tiempo, disciplinadas. La
libertad es la otra cara de la disciplina.


Es por ello que la analogía entre el gobierno del Estado y el de la
familia/hogar no me parece en absoluto casual puesto que ilumina la
vinculación con un paradigma capitalista y patriarcal basado en unidades
productivas relativamente autónomas y autocentradas; ellas son
justamente el soporte económico del “sujeto libre”. Por el contrario lo
característico del capitalismo contemporáneo es el haber fragmentado
dichas unidades, convirtiendo en realidad “el individuo singular” y al
tiempo “cosmopolita”, que no está limitado en la búsqueda de sus medios
de vida ni en sus modelos de vivir por la unidad social que le vio
nacer: ni la familia, ni la clase ni el país de origen se convierten
actualmente en límites fijos de la movilidad social y personal, pero al
tiempo el “individuo desnudo” carece de fuentes económicas de
independencia y es extremadamente dependiente del entorno social y
económico. En consecuencia el discurso de la gubernamentalidad o el arte
de gobernar ya no se aplica sobre unidades privadas e independientes que
compiten entre sí, o al menos no sólo, sino sobre una multiplicidad de
individuos/as singulares, extremadamente dependientes unos de otros y
abocados a la cooperación. Es esa cooperación, limitada a formas
anónimas y competitivas la que está siendo rentabilizada por la
empresarialidad capitalista contemporánea y potenciada por una “práctica
gubernativa” de inclusión diferenciada. Esta acude a técnicas no sólo de
exclusión sino de inclusión diferencial, poniendo límites o fronteras
artificiosas a la movilidad social28 y segmentando a la población, al
tiempo que utiliza un discurso universalizador y pretendidamente
homogeneizador. 


En este marco queda absolutamente en suspenso el pretendido fin del bien
común al que, al menos en teoría, se ajustaba la teoría de la soberanía,
el “gobierno recto” que decía Bodin. En el momento en el que la
cooperación social necesaria se convierte en la base del ejercicio de un
poder que sustrae a la comunidad su propia riqueza para trasvasarla a
sectores oligopólicos o para apuntalar negocios financieros o
inmobiliarios fraudulentos, la soberanía política deja de garantizar la
seguridad de los miembros de la comunidad para fragilizarlos todavía
más.


Por ello la profunda crisis económica y sistémica que se está viviendo a
partir de 2008, ha introducido profundas quiebras en el discurso
habitual de la democracia representativa. En un primer momento se jugó
con el miedo al caos y se generó una sensación de miedo ante la
catástrofe que se avecinaba. Se empezó a hablar de “miedoambiente”, dado
el estado de ánimo que los discursos oficiales contribuían a aumentar y
difundir. Pero el miedo, a diferencia del postulado hobbesiano, no
reforzó la autoridad por miedo al otro – o al menos no lo ha hecho en
grado suficiente – sino que ha erosionado la confianza en la política de
partidos y ha puesto de relieve que actúa como “fuerza coaligada del
capital” frente a los ciudadanos en vez de ser una muralla para defender
a éstos.


En nuestro país podemos situar ese cambio de estado de ánimo a partir de
2011. Parece como si al menos una parte de la población hubiera perdido
el miedo a lo que pueda pasar, tal vez porque en muchos casos ya no es
mucho lo que hay que perder. Los hipotecados que pierden sus pisos y se
quedan todavía con una deuda millonaria con los bancos no pueden perder
mucho más. El consumo baja pero las personas redimensionan sus gastos y
sobreviven como pueden. Por supuesto que puede aumentar la “guerra entre
pobres” y el discurso xenófobo pero muchos apuestan, al contrario, por
el entendimiento y la cooperación social. Eso nos exige encontrar nuevas
formas de hacer política que pongan a punto las nuevas instituciones que
son precisas para que emerja una socialidad nueva, cooperativa y
anti-capitalista.



5.- La democracia directa y las prácticas de toma de decisión.


Decíamos que la democracia radical tiende a primar las formas de
cooperación, de cuidado de los bienes comunes y de potenciación de las
formas colectivas de decisión. En relación al último punto quería
introducir ahora una pequeña reflexión sobre la toma de decisiones en la
práctica asamblearia.


Tomo como punto de partida un párrafo de la Guía rápida para la
dinamización de asambleas populares propuesta en la Asamblea de Sol en
Madrid. Dice el texto: “Una Asamblea popular es un órgano de toma de
decisiones participativo que busca el consenso. Se buscan los mejores
argumentos para tomar la decisión más acorde con las diferentes
opiniones, no posicionamientos enfrentados…; la asamblea busca generar
inteligencia colectiva, unas líneas comunes de pensamiento y acción”29.
Téngase en cuenta que se trata de asambleas que reúnen a varios cientos
de personas, en ocasiones más de mil y que deben llegar a consensos
válidos para determinar las acciones o los programas. Para ello se
establece un procedimiento en varias etapas y pasos:



      * la organización de comisiones y grupos de trabajo que preparan
        los temas.
        
      * la presentación de las conclusiones obtenidas en esos grupos y/o
        comisiones a la asamblea general.
        
      * la dinamización de la misma a cargo del grupo dinamizador.
        



En cada asamblea el grupo dinamizador se estructura en cometidos
específicos:


      * logística: controlan los pasillos para que se pueda entrar y
        salir, se ocupan de la megafonía.
        
      * turno de palabra: toman los turnos de palabra e informan a quien
        desee hablar del momento de la discusión. Se comunican con un
        “moderador de los turnos” que los va ordenando.
        
      * facilitadores: ayudan al/la moderador/a facilitando su
        concentración y asegurando la fluidez de la asamblea.
        
      * moderadores: dan la bienvenida, plantean los temas a debatir,
        informan de las posiciones, recapitulan brevemente, repiten los
        consensos tal como se toman en el Acta.
        
      * intérpretes: traducen al lenguaje de signos.
        
      * actas: dos personas de las que una toma las actas por escrito y
        la otra con ordenador para contrastarlas posteriormente.
        



La práctica de los debates en las asambleas ha mostrado que estas
medidas son eficaces pues permiten llegar a acuerdos si bien exigen una
actitud de escucha y respeto por parte de los participantes. En cierto
modo abren discusiones lentas y exigen paciencia pero permiten aflorar
puntos de vista que se van afirmando. Un punto realmente complicado ha
sido la existencia de bloqueos: al inicio de las movilizaciones la
comisión de dinamización fijó una serie de gestos corporales para
expresar conformidad o disentimiento30; esa medida permitía visualizar
si había o no consenso en todo momento, pero a la vez facilitaba hacer
el signo de disconformidad con cierta ligereza. En algún momento la
práctica del bloqueo aumentó en frecuencia exigiendo plantearse una
reformulación de las normas asamblearias de modo que la Asamblea no
pudiera avanzar y tuviera que reconsiderar las propuestas si eran muchas
las personas en contra pero aceptando que el proceso no se detuviera si
era sólo una persona o poco más. El acuerdo final fijó el bloqueo en
torno a un 20% de los/las asistentes.


A mi modo de ver esta experiencia resultó muy importante puesto que puso
de relieve una cierta ingenuidad inicial. A pesar del buen desarrollo de
las asambleas, de la simplificación que genera el uso de gestos, de la
buena preparación del orden del día y de la labor de facilitación y
moderación, pueden darse siempre opiniones discordantes, algunas de
mucho peso y otras menos fundadas. En estos casos, aún sin privilegiar
las votaciones que tienden a forzar mayorías y a excluir las minorías,
no podemos evitar el refrendar las cuestiones aún si hay alguna opinión
en contra que, después de ser escuchada y debatida, sin embargo se
mantiene. De no hacerlo así la formulación de los acuerdos se dilata
interminablemente.


Otra enseñanza de la práctica asamblearia ha sido la redimensión del
tiempo. Los debates se alargan pero al menos de momento, eso no parece
importar mucho, como si hubiera la percepción de que se necesitan plazos
largos para tomar acuerdos en cuestiones complejas que no se pueden
resolver en un abrir y cerrar de ojos. El tiempo de la política se está
presentando como un tiempo largo contrapuesto al ritmo frenético
impuesto por la sociedad actual. La nueva vivencia del tiempo ligada a
los espacios de convivencia que crean las asambleas y las acampadas está
generando un fuerte empoderamiento para los implicados. El movimiento se
refuerza y puede convertirse de una expresión de indignación en una base
para una política de otro tipo.


Junto a las asambleas las redes sociales constituyen el otro sostén del
movimiento y de la democracia directa del futuro. Rápidamente las
acampadas pusieron en marcha páginas web en las que se recogen las
informaciones y los acuerdos tomados. Si los medios técnicos lo permiten
las asambleas se pueden seguir por streaming y participar en el chat.
Los facilitadores recogen en tiempo real las noticias más relevantes que
entran en el chat y las transmiten a la asamblea con lo que la
comunicación es constante. Así nos llegaron las noticias de la ocupación
de la plaza de la Bastilla en Paris y de la manifestación en Atenas. Ese
trasiego constante entre el espacio físico de las asambleas y de las
acampadas en las plazas y el espacio virtual está siendo, en mi opinión,
uno de los puntos fuertes del movimiento. En la red se cuelgan
rápidamente las actas de las asambleas, tanto las centrales como las de
los barrios y pueblos de modo que la información circula incesantemente
y ambos espacios se retroalimentan. Al tiempo constituyen un denso
espacio de contra-información que discute la información aportada por
los medios oficiales, la critica o la rebate.


En este aspecto el movimiento 15M hereda la experiencia de movimientos
anteriores, como la protesta contra la denominada ley Sinde, la ley que
regula las descargas en la red, recientemente aprobada. En el marco de
aquella campaña se hizo un uso masivo del espacio virtual inaugurando
una forma de agregación política a través de twitter, facebook, blogs,
chats, etc. Todo ese saber hacer y esos vínculos se han volcado ahora en
el movimiento 15M impregnando la nueva política de originales formas de
hacer imperantes en el espacio virtual en el que se están dando
experiencias inéditas de creación de bienes comunes, en este caso
software o herramientas informáticas; en estos espacios prima una
participación amplia, aunque desigual, de sujetos diversos, que cooperan
en un espacio abierto a todos los que quieran o puedan intervenir



6.-La construcción de lo común.


La experiencia del movimiento 15M está siendo una escuela de
construcción del común. Ciertamente ese movimiento no surge de la nada.
Ha habido en los últimos años diversos movimientos sociales y colectivos
de distinto tipo así como iniciativas de autogestión y participación
horizontal que lo han preparado. Entre ellos cabe citar las redes
sociales, las Oficinas de derechos sociales, los centros sociales
autogestionados, los colectivos feministas, los proyectos editoriales y
de autoformación, el movimiento estudiantil, los conflictos en torno al
uso de los espacios públicos y el gobierno de la ciudad, los colectivos
de hackers e informáticos,…En ellos ha crecido un movimiento que se
resiste a la mercantilización de la vida que impulsa el capitalismo
contemporáneo en su supeditación de las instituciones públicas al
relanzamiento de un nuevo ciclo de acumulación.


En estas luchas se ha empezado a poner de relieve el carácter
cooperativo de la producción contemporánea, al menos en algunos sectores
clave como es la producción de conocimiento y cultura, el trabajo en el
sector informático o todo el trabajo de cuidado. En estos sectores no
sólo es muy difícil distinguir lo que aporta cada quien, ya que la
comunicación es un factor fundamental de la producción de la riqueza
cooperativa, sino que se generan hábitos de cooperar y de observar la
potenciación mutua y recíproca de las distintas actividades. El
territorio metropolitano, la ciudad, se configura como un espacio de
encuentro y potenciación de iniciativas diversas que revierten en
riqueza común.


En la línea de la lectura operaísta de los textos de Marx, denominamos a
esa cooperación intelectual en red general intellect (intelecto
general), teniendo en cuenta que no se trata sólo de la cooperación en
las redes informáticas sino de un conjunto de “formas de vida,
relaciones sociales, lenguajes, información, afectos, cuidado, atención,
códigos, tendencias culturales, saberes, circuitos formativos más o
menos formales, servicios, prestaciones, etc. Se trata de formas de
cooperación que generan unas enormes externalidades positivas aportando
un valor incalculable al conjunto del circuito económico y sobre las
cuales operan los dispositivos de expropiación, privatización,
proletarización y explotación del capitalismo contemporáneo”31. En ellas
se genera esa riqueza de más que el capital se apropia pero a diferencia
del capitalismo clásico prácticamente no necesita producirla, le basta
estar al acecho y mercantilizar al máximo. Eso explica que por una parte
los negocios ligados a esos nuevos ámbitos productivos, como las
compañías de telecomunicación o el propio Google, se cuenten entre los
más lucrativos y que, por otra, las personas que trabajan en ellos estén
totalmente precarizadas, excepto un pequeño sector de creativos cuyos
protocolos de colaboración son inmejorables32.


Al ser lo característico de esos nuevos espacios su carácter común y
cooperativo, pensamos que sólo puede gestionarse adecuadamente en común,
con formas de democracia que garanticen la gestión colectiva, la plena
igualdad en el acceso, la distribución equitativa, la cooperación, la
descentralización. En sociedades como las actuales en las cuales la
comunidad no existe o ha sido extremadamente devaluada, esta política de
los bienes comunes debe pasar necesariamente por la construcción de la
comunidad misma.


Es por esto que frente a las políticas de endeudamiento y de
precarización el movimiento actual fomenta las prácticas del debate, del
consenso y de la construcción de fuerza colectiva que sea capaz, tal
vez, de desbaratar los proyectos privatizadores e iniciar un nuevo ciclo
de luchas anticapitalistas abriendo un proceso de transformación social.








___________________

______








1 “El pluralismo entiende la política – el proceso político – por la vía
de la asimilación con el mecanismo del mercado…Por política aquí se
entiende básicamente la lucha entre distintos grupos – ya sean grupos de
intereses o partidos políticos – por recursos sociales escasos. La
política es mercado político”, De Francisco, A., Ciudadanía y
democracia. Un enfoque republicano, Madrid, Libros de la Catarata, 2007,
p. 79.


2 Sobre esas experiencias v. Ahedo Gurrutxaga, I. e Ibarra Güell, P.
(ed), Democracia participativa y desarrollo humano, Madrid, Dikynson,
2007. 


3 Ver su artículo sobre el 15M en
http://www.jornada.unam.mx/2011/05/25/index.php?section=opinion&article=021a1pol


4 “Aproximaciones a la democracia radical”, en Democracia radical,
Barcelona, Icaria, 2011, p. 28.


5 El futuro del Estado capitalista, Madrid, Los libros de la Catarata,
2008, P. 46.


6 V. Castro, S., “Michel Foucault: colonialismo y geopolítica” en
Estudios transatlánticos postcoloniales, coord. por Rodríguez, I y
Martinez, J., vol. 1, 2010, pp. 271-292.


7 V. Lyotard, J.F., La condición post-moderna, Madrid, Cátedra, 1987 y
Vattimo, G., La sociedad transparente, Barcelona, Paidós, 1990.


8 Taibo, C., “Democracia en tiempos revueltos”, en Calle, A., Democracia
radical, op. cit., pp. 53-76.


9 Op.cit., P. 21. Se considera “fallos de mercado” aquellos trastornos
en la eficacia del mercado tales como la oscilación incesante de las
transacciones por exceso o por defecto ya sea por falta de información o
por cálculos inadecuados, la falta de autoregulación, la competencia
imperfecta, las externalidades negativas, la incapacidad para producir
bienes públicos, etc.


10 Idem, p. 37.


11 El autor denomina “reescalar” a cambiar la escala territorial en la
que actúa el poder político; el Estado del bienestar actuaba
preferentemente a escala de un territorio nacional mientras que el
capitalismo global contemporáneo combina la escala global con la
nacional y la local sin que por el momento ninguna de ellas haya
conseguido una primacía similar.


12 Op.cit., pp. 307 y ss.


13 V. sobre el tema Observatorio metropolitano, La crisis que viene,
Madrid, Traficantes de sueños, 2011.


14 Op.cit., p. 25 (Lewellen, Ted, Introducción a la antropología
política, Barcelona, Bellaterra, 2009).


15 Uso el término en el sentido habitual de la época como “cosa pública”
y no como régimen político específico. 


16 El texto francés dice: “République est un droit gouvernement de
plusieurs ménages, et de ce qui leur est commun, avec puissance
souveraine”, Bodin, Jean, Les six livres de la République, reimpresión
de la ed. de 1583, Aalen, scientia V., 1977 [ traducción cast. por Pedro
Bravo Gala, Tecnos. Madrid, 1992,2ª], Libro I, 1 y 10, pág. 1 y 221.


17 Esta cuestión ha sido objeto de debate recientemente señalando
algunos como el “pueblo” es siempre una multiplicad unificada desde el
Estado y no presupuesto de éste. A. Negri propone abandonar el término y
sustituirlo por el de “multitud” ya que éste último incluye la
heterogeneidad y la pluralidad de sus integrantes y no los unifica
artificialmente. V. Imperio, Madrid, Paidós, 2002, pag. 103 y ss. 


18 Para un análisis del tema, a mi juicio demasiado benevolente con
C.Schmitt ver Brown, J., La dominación liberal. Ensayo sobre el
liberalismo como dispositivo de poder, Madrid, Tierradenadie, ed.,
2009. 


19 Fernandez Alarcón, P., De lo político a la política, Tesis doctoral,
Madrid, UCM, 2003, p. 43.


20 La cuestión de la inmanencia o trascendencia del poder político con
relación a la comunidad es un punto central en el debate de los últimos
años en torno a la filosofía política moderna y en especial a la
relación entre Hobbes y Spinoza. V. Negri, A., La anomalía salvaje,
Barcelona, Anthropos, 1993 y Descartes político, Madrid, Akal, 2008,
Galceran, M. y Espinoza Pino, M., Spinoza Contemporáneo: Ética, política
y presente, Madrid, Tierradenadie ed., 2009 y Galceran, M.,
Deseo[y]libertad, Madrid, Traficantes de sueños, 2009, Souza de Chauí,
Marilena, Política en Spinoza, Buenos Aires, Gorla, 2004.


21 Parece que el propio Jean Bodin se vio envuelto en los conflictos
religiosos de su época, que fueron especialmente virulentos en Francia.
V. Los seis libros de la república, traducidos de la lengua francesa y
enmendados católicamente por Gaspar de Añastro Isunza, estudio
preliminar de José Luis Bermejo Cabrero, Madrid, Centro de estudios
constitucionales, 1992.


22 El término “gubernamentalidad”, que traduce el francés
“gouvernementalité” y que es tan feo como ése, no está reconocido por la
Real Academia de la Lengua. Se suele usar como un neologismo impuesto en
las traducciones de la obra de Foucault. 


23 “El sujeto y el poder”, Dits et ecrits, vol. 4, Paris, Gallimard,
1994 [versión castellana en Dreyfus, H. y Rabinow, P., M.Foucault, más
allá del estructuralismo y la hermenéutica, México, UNAM, 1988, p. 238].
Véase sobre el tema, Michaud, Y., “Des modes de subjectivation aux
techniques de soi: Foucault et les identités de notre temps”, en Cités,
2000, pp. 11-39.


24 “La gubernamentalidad, lección de 1 de febrero de 1978, en Seguridad,
territorio, población, Madrid, Akal, 2008, p. 102.


25 Eso no significa que las medidas coercitivas desaparezcan ni que
Foucault no las tenga en cuenta. Eso sería cuando menos contradictorio
en un autor que ha dedicado tanta atención a las instituciones
represivas y de encierro como las cárceles o los psiquiátricos. El punto
no es que tales medidas desaparezcan sino cómo mutan en sociedades en
las que están presentes de modo relativamente secundario.


26 “El sujeto y el poder”, op.cit., p. 238


27 “Las técnicas de sí”, Dits et ecrits, vol. 3, p. 785.


28 Malo, M. y Avila, D., “Diferencias gobernadas, nuevos racismos”
disponible en su versión on line en: http://www.
transfronterizo.net/slip.php?article124.


29 Disponible en
http://madrid.tomalaplaza.net/2011/05/31/guia-rapida-para-la-dinamizacion-de-asambleas-populares.


30 Los gestos son “levantar las manos y moverlas en el aire” como señal
de asentimiento, “cruzarlas sobre el pecho” en señal de disconformidad,
“hacer un gesto que se asemeja a un rodillo” para indicar que la persona
que habla se está extendiendo demasiado y un gesto que simula un corte
con una mano levantada y la otra perpendicular a la primera, si se desea
que el hablante termine.


31 Sguiglia, N., “Libertad, autonomía procomún. Movimientos urbanos en
la era de la precariedad”, en Democracia radical, op. cit, p. 187.


32 V. entre otros Colectivo Ippolita, El lado oscuro de Google. Historia
y futuro de la industria de los metadatos, Barcelona, Virus, 2010.



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