[unomada-info] Algunas notas para la revolución europea

Infos de la Universidad Nomada unomada-info en listas.sindominio.net
Sab Ene 28 14:21:51 CET 2012


Algunas notas para la revolución europea1
Observatorio Metropolitano2


Desempleados, temporales, estudiantes, trabajadoras de los

servicios peor pagados, mileuristas, ochocientoseuristas, working

poors, precarias de toda laya y condición, sindicalistas

vocacionales, jubilados, usuarios y usuarias de unos servicios

sociales y sanitarios en proceso de privatización, trabajadoras

y trabajadores de los servicios públicos, indignados por la corrupción

y la degeneración de la democracia, indignadas por la

desfachatez de unos gobiernos siempre serviles a los intereses

financieros. Desde una infinidad de posiciones sociales, económicas

y subjetivas hemos logrado levantar el primer movimiento

europeo contra la crisis: 15M en España, movimiento

de las plazas en Grecia, «indignados» quizás en todos los países

europeos durante este próximo año.


Lo que este movimiento ya ha realizado se puede considerar

como la mayor insurrección democrática del último medio siglo.

«No nos representan» decimos en la Puerta del Sol, en Plaça Catalunya

y en muchas otras ciudades. Y con ello, declaramos el

fin del monopolio de la representación en manos de un sistema

de partidos cada vez más absorto en los problemas de su propia

reproducción, y menos atento a las necesidades y preocupaciones

de los ciudadanos que dicen representar.

Reivindicamos la democracia a pie de calle, en el ejercicio

de la discusión pública, allí donde se puede hablar libremente

y donde todo puede ser puesto en cuestión. Y con ello,

desvelamos el miedo a la democracia que padecen de forma

congénita la clase política y las élites económicas.


Nada más inoportuno, más inapropiado que una multitud decidida

a cuestionarlo todo. Nada menos aceptable, más peligroso,

que la democracia cuando ésta quiere ser ejercida sin

chantajes, ni artificios institucionales.

La emergencia del movimiento, nuestra emergencia, ha

mostrado la mentira de la crisis. Ésta ya nunca más podrá

ser presentada como un acontecimiento inexorable, más

próximo a las catástrofes naturales, en cuanto a sus causas

y consecuencias, que a los simples accidentes en el orden de

los asuntos humanos.


El movimiento apunta responsabilidades, cuestiona las

políticas económicas, desmiente a los expertos, aprende rápido;

en otras palabras, descubre el curso arbitrario de la

crisis. Hoy sabemos que la inmiseración social, los feroces

programas de ajuste, las crecientes desigualdades que fracturan

el continente, son resultados innecesarios, o mejor dicho,

que sólo son necesarios para enjuagar las pérdidas de

las grandes corporaciones y garantizar las ganancias financieras.

Por eso como en Grecia, decimos «No debemos, no

vendemos, no pagamos»; no aceptamos el chantaje de las

deudas impuestas, de las deudas adquiridas de forma fraudulenta

en pos del beneficio bancario. No aceptamos vivir

en una Europa plegada a los intereses de los más poderosos.

Sabemos que los retos a los que nos enfrentamos son

enormes. Las élites europeas han apostado todas sus cartas

al beneficio financiero, y de esta forma han certificado

una economía política contraria a la recuperación y al crecimiento.

Lo que algunos todavía llaman «economía real» —la

producción de bienes y servicios, el empleo, etc.— ha sido,

en efecto, sacrificado en la pila de ofrendas a los acreedores.

Traducido en términos políticos, esto quiere decir

que en la alternativa entre salvar a los bancos o salvar a la

economía, se ha apostado exclusivamente por lo primero. El

problema es que cada vez resulta más imposible hacer compatible

la expansión financiera y el crecimiento económico,

tal y como parece comprenderse de una situación de depresión

salarial, ataque al gasto público y debilidad de las

exportaciones. Sin el recurso a una nueva ronda de burbujas

financieras y endeudamiento masivo, no hay alternativa de

crecimiento para Europa.


En estas condiciones, la enorme masa de liquidez, la sobreabundancia

de capital, que hoy puebla los mercados financieros,

sólo puede seguir el camino de la acumulación por la

vía de la predación de las mayorías sociales y del gasto social.

Como antes en los países del Sur, la paradoja de poner el pago

a los acreedores por delante de cualquier cosa, redunda a la

postre en una mayor depresión económica. La imposición de

los intereses financieros implica un reparto más desigual del

ingreso social; por lo tanto, una mayor depresión del consumo,

que se convierte a su vez en causa principal de la crisis. Que

este sencillo dilema resulte tan difícil de entender a las élites

europeas denota no sólo su falta de inteligencia, sino sobre

todo su extraordinario espíritu destructivo, cuando no suicida.

En esta suerte de capitalismo vuelto contra sí mismo, los

predicadores de la ortodoxia a cualquier precio —y en esto

igual da que se trate de políticos, periodistas o expertos—,

contestan al movimiento y a las protestas con el mismo

chantaje: o aceptáis la píldora de la austeridad y las reformas,

o el resultado será peor. Cuatro años de crisis, casi tres

de reformas, nos parecen suficientes. Lo único que nos han

devuelto es otra ola de recesión que hoy comienza de nuevo

a cubrir Europa: más paro, más precariedad, más recortes

sociales. La novedad en esta ocasión, si es que esto se puede

llamar tal cosa, es que en esta caída a cámara lenta habrá

menos recursos para rescates bancarios y corporativos, y

que éstos tendrán que extraerse de forma aún más brutal

sobre las mayorías sociales.


Ante este chantaje, debiéramos ser capaces de discriminar

cuál es realmente la crisis que nos importa. ¿La crisis

del sistema financiero manifiesta en unos balances bancarios

frágiles y descompensados por las operaciones de riesgo —

casi siempre con beneficio extraordinario— que acometieron

en la década pasada? ¿La del empleo, convertido en la única

forma de acceso a la renta, en una época en la que éste sólo

puede venir provisto de forma masiva con bajos salarios y

por medio de la creación de una multitud de puestos de trabajo

precarios, muchas veces inútiles y superfluos? ¿La de

una Europa a la deriva, que desengancha vagones a medida

que conviene a los países más ricos? ¿La crisis fiscal de los

Estados, atosigados por las deudas contraídas con los mismos

bancos que antes rescataron?


La crisis es sencillamente una mentira, una broma de mal

gusto si no fuera por sus consecuencias sociales. La Europa

de principios de siglo, la decadente Europa que ni de lejos

puede medirse con su pasado, cuando era la metrópolis de

los mayores y más terribles imperios, es sin embargo más

rica de lo que lo haya sido jamás. Su riqueza se desborda

en los mercados financieros, se expresa en forma de títulos

financieros, de bonos de deuda, de derivados, de títulos

con garantía hipotecaria. El problema no es pues la crisis,

la supuesta escasez de dinero público, de empleo, de recursos,

sino sencillamente el reparto de un botín que años de

prácticas financieras abusivas, deterioro y corrupción del

Estado, desregulación rampante e ideología de mercado,

han conseguido poner en manos impropias. Incluso desde

una perspectiva conservadora, la gran contradicción del capitalismo

europeo es que o bien emprende estas políticas de

reparto y de redistribución, y acepta la devaluación de los

títulos de deuda, en contra de los grandes acreedores, o no

habrá salida alguna a su crisis.


Es esto mismo lo que constituye el núcleo duro del hueso

europeo al que ningún político de peso, ningún gran banquero,

ninguna fuerza institucional a escala continental, ha sabido

o querido morder. Es como si Europa se hubiera convertido

en un espectro que se apaga y en el que ya no quedase

rastro de su promesa de democracia.


El movimiento hace muy bien así cuando apunta a la clase

política y a los llamados líderes europeos, cuando la emprende

con ellos con acusaciones que invariablemente basculan

entre dos polos: o bien confirma que son representantes a

sueldo de los poderes financieros, o bien que el deterioro

de su imaginación y su inteligencia es tan irreversible que

ya ni siquiera son capaces de entender la situación. Todos

los puntos intermedios son, por supuesto, reconocibles. La

consecuencia de la estupidez y de la corrupción de la clase

política es el actual desconcierto, la confusión, la sensación

de permanente asalto, en la que cada acontecimiento parece

más grave que el anterior.


Para el emergente movimiento europeo esto significa que

de frente no tiene ninguna contraparte institucional capaz

de pensar y lanzar un programa consistente de reformas que

«salve» la crisis. Ningún New Deal, ningún programa de distribución

y de reordenación progresiva del sistema financiero y

del gasto público que sea capaz de remontar la situación sin

una debacle social. De hecho, si ya es un grito a voces que

«el movimiento es una revolución», esto no se debe exclusivamente

a la radicalidad de sus propuestas, sino a que no

hay espacio para la reforma. Ésta no se atisba ni en el debate

público, ni en los informes oficiales, ni siquiera en las alternativas

que barajan los expertos. Así, mientras la situación

degenera, el movimiento se radicaliza. Y esta radicalización

es mayor en las sociedades del este y el sur de Europa donde

la ausencia de alternativa institucional significa la aceptación

de un mayor deterioro social o por el contrario una rebelión

que ponga completamente patas arriba los sistemas políticos

y económicos de la Unión. Pero incluso, en los países

del centro (como Alemania y Francia), aparentemente a salvo

del fuerte empobrecimiento que hoy experimenta la periferia

del continente, a medio plazo sólo parece viable una única

exigencia: la democratización profunda de todas las instituciones

europeas y la redistribución social de la riqueza. Caso

contrario, el estancamiento económico y la crisis financiera

acabarán por acelerar la degeneración de sus sistemas de

protección social, en una espiral de deterioro social y económico

en la que el caso griego puede ser sólo un modesto

prototipo experimental.


Por eso nada parece más urgente que superar las divisiones

nacionales y regionales que hasta ahora han servido

de diques de contención frente a las respuestas sociales

a la crisis. La crisis se despliega, se «organiza» y se explota

a escala global, pero las representaciones, los discursos y la

gestión de sus posibles soluciones siguen recurriendo a los

tópicos y personajes, siempre estrechos y provincianos, de

los diferentes Estados europeos. La crisis viene provocada,

en efecto, por los problemas de la expansión del beneficio

financiero, para manifestarse luego como crisis fiscal de los

Estados en el ensayo, hasta ahora exitoso, de un amplio

programa de expolio corporativo sobre el gasto público.

Nada en este sentido es menos acertado que las representaciones

y explicaciones centradas en las responsabilidades

«nacionales» que comparten tanto los discursos expertos

de los economistas como las opiniones más populistas. Al

final se produce una convergencia, nada casual. De las exigencias

de ajuste fiscal para Grecia o Italia, que en última

instancia parecen residir en la falta de competitividad de

sus economías, se pasa con toda naturalidad a la explicación

psicologizante acerca del carácter despilfarrador e

indisciplinado de los países meridionales. El sesgo moralizante

del cuerpo teórico de la economía liberal se traduce

rápidamente en acusación popular: «No pagaremos la fiesta

del sur de Europa». Y es en este mapa de representaciones

patéticamente nacionales, en donde reaparece y se hace

fuerte la extrema derecha europea.


En cierto modo, esta hiperderecha contemporánea es la

imagen invertida y deformada del movimiento europeo. Se trata

de un problema relativamente antiguo, que durante la década

de los dosmil alcanzó niveles superiores al 10 % del electorado

en países como Francia, Holanda o Italia, pero que en los últimos

años ha rozado el techo del 20 o incluso del 30 % en Suiza,

Finlandia y Austria3. Frente a la crisis y la creciente fragilidad

de masas, el populismo nacionalista inventa explicaciones inverosímiles,

pero explicaciones al fin y al cabo, con un fuerte

poder emotivo. El paro y el deterioro de los sistemas sociales

se convierte en un problema de «exceso demográfico», casi

malthusiano, que se manifiesta en primer lugar en la competencia

«desleal» de los trabajadores de otra procedencia y/o con

otro color de piel. El deterioro económico se lee en clave nacional,

pero sus causas están de nuevo en el «exterior», en una

excesiva generosidad hacia los países pobres («vagos») o en la

inundación de productos extranjeros baratos y de mala calidad.

Como no podía ser de otra manera, la solución pasa por la expulsión

de los migrantes, la «nacionalización» de la economía,

la vuelta a los valores patrios y el respeto a la gente «común»

—normalmente representada en un modelo familiar normativo

de clase media, que en la vida real se ha convertido en una aspiración

cada vez más imposible para la inmensa mayoría. Por

eso sorprende poco que el establishment europeo no vea en

el ascenso de la extrema derecha más que un problema menor.

A la hora de pactar y de encontrar aliados, las formaciones

nacional-populistas se presentan como una alternativa cómoda,

en la misma medida en que desvían eficazmente la atención y la

indignación social hacia chivos expiatorios marginales desde el

punto de vista de la gobernanza financiera.


Por supuesto, el ascenso político de los partidos de la derecha

más autoritaria y populista viene a ocupar el nicho ecológico

creado por el vacío de alternativas y el deterioro de

todas las opciones del arco electoral, incluidas especialmente

aquéllas que se declaran de izquierdas o de extrema izquierda.

Una desafección de masas, que bien se debería considerar

ganada a pulso por las mismas organizaciones que

reivindican estas posiciones ideológicas —y muchas veces

sólo ideológicas. El desencanto respecto de los viejos partidos

socialistas viene de la mano de sus sucesivos y rotundos

fracasos a la hora de proponer políticas distintas a aquéllas

que venían marcadas en el guión del concierto neoliberal. En

muchos países, han sido estos mismos partidos quienes se

han encargado de aplicar las peores reformas laborales, los

más severos recortes sociales, las políticas más serviles a las

grandes corporaciones europeas. El resto de las izquierdas,

desde los verdes hasta las distintas izquierdas comunistas,

no sale mucho mejor parado; incapaces, en su mayoría, de

moverse más allá de la oposición «responsable» de la reforma

«posible» —el capitalismo verde, la vuelta a los modelos productivos

basados en el I+D— y una radicalidad nostálgica e

improductiva, normalmente apoyada en estéticas y símbolos

poco o nada adaptados a situaciones sociales profundamente

mutadas. Con razón, el 15M español, los indignados griegos,

buena parte de los huelguistas franceses y casi todo lo

que ha ocurrido de interés en la escena política europea se ha

producido al margen de las izquierdas institucionales, de los

canales de representación y de las esperanzas electorales.

La novedad del movimiento reside en su desesperanza en

la política oficial y en las soluciones de las élites; su impaciencia

contra las actitudes responsables que desembocan

en la delegación y la espera inútil de las iniciativas que vienen

«desde arriba». Su alternativa pasa por una solución «desde

abajo», por un cuestionamiento total de las formas democráticas

capturadas por el formalismo de la representación. Así

es como el movimiento se presenta abierto a todas y a todos, no

definido en términos ideológicos, plenamente predispuesto a

un debate nuevo y radical. En este sentido, su «agenda» coincide

más bien poco con lo que tradicionalmente se considera

como el «programa» económico y político de las izquierdas,

cuyo campo paradigmático —todavía bien representado en

los sindicatos— sigue siendo el de los principios de la vieja

socialdemocracia: más empleo, más regulación estatal, más

propiedad pública, más derechos sociales pero siempre condicionados

al empleo y al estatuto de nacionalidad.


Pero ¿de qué modo se puede seguir hablando de derecho

al empleo cuando éste ha sido masivamente precarizado y

sometido a los brutales mecanismos de ajuste automático de

las necesidades empresariales? ¿De qué modo se puede seguir

hablando de derechos sociales cuando éstos han sufrido un

deterioro tan grave, o cuando siguen estrechamente vinculados

a formas de empleo que no alcanzan a todos —véanse los

niveles de desempleo estructural en la UE? ¿De qué modo la

propiedad pública puede servir a los intereses de la población,

cuando ésta se ha convertido en un simple activo financiero

en manos de una clase política cada vez más irresponsable?

¿Es posible acaso seguir defendiendo los derechos sociales y

la regulación económica en el estrecho marco de las fronteras

estatales? ¿A cuántas personas dejan fuera la nación y la ciudadanía

del acceso a los más elementales derechos y provisiones

sociales? ¿Cómo se puede sostener el artificio del Estado

soberano en el complejo marco de los flujos financieros globales

y de una producción eficazmente globalizada?

Son preguntas que circulan, como muchas otras, en las

plazas, en las asambleas y en los foros del movimiento. Pero

las respuestas no son ya las convencionales. Aparecen referencias

y problemas nuevos ligados a la financiarización, a la

dimensión global de la crisis, al hecho de que las sociedades

europeas —y especialmente sus grandes metrópolis— son

sociedades cada vez más complejas, más mestizas, menos

comprehensibles en los clichés normalizadores de la «nación»

y de las viejas identidades políticas.


En cierto modo, muchas de las demandas del movimiento

surgidas al calor de estos debates se pueden reducir a unas

pocas consignas. Valga aquí discutir algunas de ellas, menos

con el propósito de declarar posiciones «definitivas», o peor

aún acuerdos de consenso y prescripciones programáticas,

que de argumentar posiciones útiles para el movimiento. Sabemos

que sólo en la discusión abierta y en el propio camino

que abran las luchas se podrá determinar la forma concreta

de las propuestas y de las alternativas que ahora sólo se esbozan.

Sirvan, en cualquier caso, estos cinco puntos como

posible material para el ciclo de movilizaciones que se abre

en los próximos meses:


1.Cancelación generalizada de las deudas. El gobierno de las

finanzas se sostiene única y exclusivamente sobre la propiedad

de un conjunto de títulos que obligan a las administraciones

públicas, a las economías domésticas y a la gran mayoría

de las pequeñas y medianas empresas a una servidumbre por

deudas destinada a durar décadas. Gobiernos y banqueros han

convenido la validez de estos títulos por encima de las condiciones

en las que fueron adquiridos y de los costes sociales

y económicos que implican. La cuestión radica en si este

acuerdo sobre la inviolabilidad de estos títulos es aceptable

o no, más allá de los intereses de un estrecha minoría social.

Por un lado, la adquisición de la propiedad de estos títulos, y

las condiciones a las que obligan —comisiones, tipos de interés,

plazos, compensaciones en caso de impago—, han sido

fraudulentas en buena medida. En una democracia que funcionase,

los bancos deberían explicar por qué concedieron miles de millones

de euros en créditos a familias de bajos recursos para

que adquiriesen una vivienda a unos precios notablemente

inflados. Deberían dar explicaciones sobre el gran número de

ejecuciones hipotecarias que se han producido en estos años,

y que han dejado a la gente sin su casa, lo que en algunos

países ni siquiera cancela sus deudas. Igualmente tendrían

que rendir responsabilidades por los ataques especulativos

que han puesto al borde de la quiebra a los Estados europeos

más frágiles, al mismo tiempo que recibían miles de millones

en ayudas públicas para equilibrar sus delicados balances. Por

su parte, los gobiernos y la Unión Europea tendrían que dar

cuenta de por qué aplicaron las políticas de desregulación financiera

y de subvención fiscal al beneficio financiero, permitiendo

la institucionalización de las prácticas especulativas

que finalmente llevaron a la crisis. Y también por qué aplicaron

tanta generosidad en los rescates bancarios sin ninguna contrapartida

significativa.


Como en Grecia, «No debemos, no vendemos, no pagamos», 

quiere decir que estas deudas han sido contraídas de

forma ilegítima por medio de prácticas abusivas avaladas por

unos gobiernos irresponsables. El interés de los acreedores

no puede estar por encima de cualquier criterio social y

económico. Más aún cuando la deuda se ha convertido en el

principal impedimento a la recuperación europea. El elevado

endeudamiento de las familias deprime el consumo privado,

y el endeudamiento de los Estados, el consumo público. Insistir

en las obligaciones que imponen unos títulos de deuda

sobrevalorados en una clima económico marcado por la depreciación

generalizada de todos los activos, es imponer a la

sociedad unos costes que sólo benefician a los mismos gestores

y ejecutivos financieros que nos arrastraron a la crisis.

De hecho, tarde o temprano se tendrá que aceptar que

buena parte de la deuda contraída en estos años no podrá

ser cobrada. El dilema reside en quien pagará los platos rotos

de la voracidad financiera: los Estados —y por lo tanto

las poblaciones— o los bancos. Los rescates bancarios, los

ajustes presupuestarios, el sacrosanto principio de control

de la inflación parecen haber alineado a la Unión Europea y

a los gobiernos con la primera opción. Al movimiento y a la

sociedad en general sólo nos queda la segunda.



La primera apuesta del movimiento europeo debería pasar,

por lo tanto, por la ruptura de la cadena de la deuda. Sencillamente

se trata de declarar de forma decidida que no pagamos.

La generalización de los impagos —desde las familias hasta

los Estados— aceleraría la crisis bancaria que hasta ahora se

ha tratado de sortear con un éxito relativo. Seguramente

desencadenaría una carrera de quiebras bancarias, al tiempo

que deprimiría el crédito privado y las tradicionales vías de

financiación de los Estados. Como sabemos bien, este amenazante

escenario sirve de chantaje permanente para plegar las

políticas públicas a los intereses de los mercados. Sin embargo,

un impago ordenado y dirigido políticamente por el movimiento

podría reactivar los mecanismos de crédito a través de

formas cooperativas y de instrumentos públicos, siempre sometidos

a severos controles democráticos. Con este programa

de creación de canales alternativos de crédito, los impactos

negativos de un impago serían seguramente menores y más

breves que los que estamos sufriendo, y que seguiremos sufriendo,

mientras dure esta larga depresión.

Los problemas reales son, en definitiva, meramente técnicos

y consisten sencillamente en reestructurar el sistema

financiero para que funcione como un medio eficaz y no usurario

de financiación de aquellas actividades con valor social

y económico. Pero los obstáculos son sobre todo políticos; se

trata de quitarse de en medio a las élites financieras y económicas

que hasta ahora han dirigido la política europea. Semejante

apuesta pondría en suspenso el actual modelo de beneficio

basado en la financiarización, y supondría el mayor cambio

social y económico de Occidente en el último medio siglo.


2.Redistribución y reparto de la riqueza. La crisis se nos ha

presentado como un problema de escasez. Escasez de empleo,

escasez de dinero público, escasez de crédito, escasez

de recursos en general. Y sin embargo, como se ha visto,

nuestro tiempo sigue siendo más rico que cualquier otro que

haya conocido la historia. El problema reside en reconocer las

formas actuales de la riqueza, en analizar los mecanismos de

extracción de la misma y en proponer e imponer los medios

que hagan posible el reparto. La financiarización, las medidas

de desregulación e institucionalización de la especulación, la

subvención fiscal a los ricos, la depresión de los salarios y el

desmantelamiento del Estado social han generado desigualdades

sociales que no se conocían en Europa desde antes de

la II Guerra Mundial. La crisis urbana que asola a casi todas

las grandes ciudades europeas es sólo una de tantas consecuencias

de estos procesos.


Como sucede con las políticas de protección de los acreedores,

las crecientes desigualdades sociales se han convertido

también en un poderoso factor de bloqueo en la reanudación

de la acumulación de capital. Por un lado, el problema

de la demanda, y especialmente del consumo doméstico, es

hoy el impedimento principal a la recuperación económica.

Por otro, la reconstrucción de la demanda agregada, vía burbujas

patrimoniales y endeudamiento masivo, como ocurrió

en la década de los noventa y dosmil, se ha convertido en

una solución no sólo improbable, sino también peligrosa. La

paradoja, de nuevo, es que los intereses de un reformismo

«desde arriba» —que efectivamente no tiene visos de producirse—

y la reivindicación de igualdad y justicia por parte

del movimiento, podrían tener un punto de encuentro en la

redistribución del ingreso social.


Pero al igual que ocurre con la posibilidad de promover un

impago dirigido políticamente, los obstáculos son sobre todo

políticos, no técnicos. Varias décadas de «políticas asistenciales

» a las grandes corporaciones, de beneficio y subvención a los

más ricos, de promoción de la especulación financiera, no van a

ser invertidos sin resistencia, aun cuando las reformas puedan

ser sorprendentemente fáciles. A escala europea y de cada Estado,

se trataría de volver a imponer un sistema fiscal progresivo,

menos basado sobre los impuestos indirectos que sobre los

directos. Habría igualmente que gravar más y mejor los grandes

patrimonios y las rentas de capital que, especialmente cuando

se trate de meras plusvalías financieras, tendrían que estar

sujetas a los tipos impositivos más altos. El negocio bancario

debería estar también más regulado, atado por mayores controles

y mayor transparencia, además de ser sometido a impuestos

«especiales», que se correspondan con el aval «especial» que les

ofrece el Estado como prestamista en última instancia. A nivel

internacional se podrían imponer fuertes restricciones y regulaciones

a los mercados de derivados y una tasa impositiva a los

movimientos de capital. Del mismo modo, los paraísos fiscales,

la evasión de capitales y el fraude internacional podrían ser
erradicados

con sólo un poco de voluntad y con la exigencia de total

transparencia a las agencias financieras.

La aplicación, por parcial que fuera, de estas medidas

cambiaría las reglas de distribución de la renta, restringiendo

los movimientos especulativos y premiando las inversiones

socialmente útiles. En cierta forma, aquí sólo se muestra lo

que ya debiera ser evidente tras tres décadas de neoliberalismo

triunfante: que el problema social se encuentra menos en

la pobreza, que en la riqueza; o mejor dicho, que el problema

no es la «falta de caridad», sino los mecanismos institucionales

que permiten una fuerte concentración del ingreso en las

minorías sociales de mayor poder y recursos.

Por otra parte, la reforma fiscal funcionaría como el

perfecto opuesto de las prácticas predatorias de la financiarización.

Y se podría acompañar de toda clase de tasas

específicas sobre los costes ocultos (las huellas sociales y

ecológicas) que produce el expolio capitalista-financiero426

como ecotasas por la contaminación y la destrucción de recursos

naturales; «socio-tasas» por la privatización de las

principales garantías sociales; «cuido-tasas» por la destrucción

de la cohesión social y la fragilización de las existencias

de la mayoría, etc.


Con las rentas generadas por las nuevas fórmulas impositivas,

estaríamos en disposición de ensayar distintas modalidades

de acceso al ingreso, como la Renta Básica. Ésta

tendría el efecto positivo de permitir formas de vida que no

estarían obligadas a pasar por empleos asalariados altamente

precarizados e infrarremunerados. Además, la Renta Básica

tiene la ventaja de reconocer que el pleno empleo es

una ilusión y que éste sólo se consigue a través de salarios

de miseria, en demasiadas ocasiones en trabajos de poco o

ningún valor social. La liberación masiva de tiempo social de

la pena del salario permitiría dedicar nuevas energías a labores

de formación, cuidado y reproducción, a la participación

cívica y política, y a todo aquello que siendo extremadamente

útil a la sociedad no viene reconocido —y probablemente no

deba serlo— bajo la forma del salario.

Medidas redistributivas, como la Renta Básica u otras

parecidas, deberían ir también acompañadas del ensayo de

nuevos modelos productivos sustraídos a las lógicas de acumulación

y beneficio propias de las economías capitalistas.

Se trata de anteponer la autonomía de las poblaciones, la

cohesión social, la democracia económica y la escala «humana

» de los proyectos empresariales al gobierno financiero y

los privilegios de las grandes corporaciones. Los prototipos

de esta nueva economía social pueden encontrarse ya en la

multitud de experiencias que han explorado campos tan diversos

como la agroecología, la vivienda social o la banca

ética, normalmente con formas jurídicas de tipo cooperativo.

ser un relativo incremento del PIB, debido a las nuevas transferencias

e intercambios que supone la gestión privada, pero en ningún caso

se contabiliza la degradación de la calidad del servicio que implica la

privatización.


3.Democracia. «No nos representan». «Lo llaman democracia

y no lo es». De El Cairo a Atenas y de Túnez a las plazas de

Barcelona y Madrid, «democracia» ha sido la consigna más

repetida. La exigencia de democracia alude al secuestro de

la discusión y la decisión por parte de las principales instituciones

«representativas». Reniega de la corrupción del

sistema de partidos. Denuncia la estrechez de los canales

de participación efectiva al margen de las formaciones electorales,

así como los escasos mecanismos de control sobre

los representantes electos. Apunta a la subordinación de

las instituciones políticas a los intereses económicos de las

grandes corporaciones. Rescata viejos principios republicanos

y acusa a las leyes y decretos de no ser iguales para

todos. Muestra la complicidad de los grandes sindicatos en

la gestión de unos mercados de trabajo cada vez más precarizados.

Dirige el dedo sobre los medios de comunicación,

desvela sus intereses, reconoce sus manipulaciones, los tacha

como un espacio impropio para una verdadera discusión

democrática. El movimiento crea, en paralelo, los medios por

los que él mismo se constituye en potencia de democracia:

las asambleas, los mecanismos de creación de consenso, un

nuevo espacio público de discusión y decisión al margen de

los grupos de prensa.


Dicho de otro modo, el movimiento ha surgido de la denuncia

de un sistema político que, a pesar de reconocerse

formalmente en el término «democracia», permite muy poca

participación efectiva a los ciudadanos, invariablemente condenados

a delegar todas las decisiones cruciales en una clase

política cada vez menos fiable. El movimiento se ha alimentado,

a su vez, de un ejercicio de democracia directa que se

practicaba en las asambleas ciudadanas (tanto físicas como

en la red) y en la discusión libre y sin intermediarios.

El reto radica, para muchos, en cómo instituir nuevas formas

de democracia: qué tipo de reforma del sistema electoral,

qué nuevos instrumentos de participación y de toma

de decisiones, qué otras instituciones se pueden crear más

allá del sistema de partidos. Son cuestiones técnicas, pero

también políticas, que atañen a la parte institucional del sistema

político, al desmantelamiento de los bloqueos y de las

trampas legales que hoy impiden el ejercicio de una democracia

más real, más directa. Pero el movimiento ha descubierto

también que la fuerza que hace efectiva la democracia

no proviene propiamente de las instituciones, sino de algo

mucho menos tangible: de la posibilidad de que literalmente

«todo» pueda ser puesto en cuestión, de la extensión capilar

de la discusión política hasta el último rincón de la sociedad

y de la participación entre iguales como principio elemental

de decisión. Se trata de elementos que no tienen posibilidad

de una expresión institucional acabada, que no se pueden

cerrar en un procedimiento formal «democrático». El reto es

pues reinventar la política y con ello provocar un constante

reencuentro con la pasión cívica.


Y es esto último lo que realmente genera miedo y pavor

en la clase política: el ejercicio de la participación masiva que

despoja a expertos y representantes de su condición especial

como sujetos de la decisión, y los devuelve a la situación de

«uno más entre muchos». El miedo a la democracia se expresa

casi siempre en términos de responsabilidad: «Dejad que

decidan los que saben», «Tanta pluralidad de opiniones sólo

puede acabar en un guirigay», «Ante todo se debe garantizar

la gobernabilidad». Son los mismos fantasmas del orden,

convocados ahora contra el caos de la democracia, como si

el actual «orden político» no fuera una gigantesca fuente de

desorden, de entropía generalizada manifiesta en la corrupción

política y en el saqueo del gasto público.

En definitiva, una de las grandes preguntas que el movimiento

deberá responder en los próximos años es la de cómo

asegurar las conquistas institucionales que pueden permitir

que la apertura democrática sea efectiva y perdurable a todas

las escalas de gobierno, al tiempo que se anima una

sociedad política viva, permanentemente calentada por la

discusión pública y el interés por los asuntos comunes.



4.Lo común. El 15M y los indignados griegos se comprenden

como procesos de reinvención de la pasión política, y con

ella de la preocupación y la discusión sobre los asuntos comunes.

La democracia, los servicios públicos, la distribución

de la riqueza, son todas ellas cuestiones relativas a lo común,

a todo aquello que afecta a todas y a todos. Pero lo común

no se reduce únicamente a lo que normalmente entendemos

con el nombre de las «cuestiones públicas». Históricamente

ha sido un importante modelo de propiedad y gestión de los

recursos productivos.


Los bienes comunes, o comunales, aluden efectivamente

a un régimen de propiedad y de manejo que no es ni público,

ni privado, sino que obedece a formas de gestión y uso determinados

por una comunidad concreta que se convierte en

titular de la propiedad de esos bienes. Ésta regula los usos de

los recursos, sin que por ello pueda negar a ninguno de sus

miembros el acceso a los mismos. Los comunales han sido

probablemente la forma de propiedad y gestión más probada

en la historia de la humanidad. La mayor parte de las sociedades

campesinas han dispuesto de una serie de bienes

(selvas, bosques, montes, tierras de labor, ríos, mares) en

régimen de comunes. En algunos casos, los comunales eran

tan importantes que proporcionaban los principales medios

para el sustento de toda la comunidad. En otros, servían al

menos como amortiguador de las desigualdades sociales,

complementando los ingresos y los recursos de los sectores

más frágiles.

El interés de los comunales es doble. Por un lado son

inalienables, no pueden ser enajenados, porque propiamente

no pertenecen ni al Estado, ni a ningún particular,

sino a la sociedad en su conjunto. Por otro, los comunales

dependen directamente de la comunidad, esto es, los recursos

están en manos de sus usufructuarios, lo que permite,

y en cierto modo exige, formas de gestión directa y

democrática de los mismos.



En términos históricos, el avance del modo de producción

capitalista, y también de algunas formaciones económicas

precedentes, como las oligarquías feudales, se ha servido de

la destrucción de los comunales. La sola posibilidad de formas

de vida al margen del trabajo asalariado, que en efecto

permiten los comunales, es contraria a la lógica de la acumulación,

y su exigencia histórica de disponer del mayor número

de brazos «libres de toda atadura» y de tierras «libres de usos

improductivos». Por eso, una de las formas históricas por las

que el sistema capitalista ha resuelto siempre sus propias

crisis ha venido de la mano de la «desamortización» y de la

privatización de los bienes comunales que todavía restaban5.

En cierto modo, no es algo muy distinto a lo que ahora ocurre

con el ataque «neoliberal» sobre los bienes públicos.

Efectivamente, durante las pasadas décadas, los servicios

públicos elementales como la educación o los sistemas de

salud, que componen lo principal del llamado Estado de bienestar,

han funcionado como los principales bienes comunes

de las naciones europeas. La titularidad estatal de los recursos,

los modos tecnocráticos de administración y el muchas

veces notable déficit democrático de su gestión no impidió,

al menos no del todo, que estos servicios garantizaran una

cierta autonomía, por parcial que fuera, a la reproducción

social frente a las lógicas predatorias del mercado. Y es este

límite al mercado, lo que se ha convertido en el principal objetivo

del neoliberalismo.


Como se ha visto repetidas veces en este texto, la ola

desamortizadora de estos años ha afectado a casi todos

los bienes de propiedad pública, con independencia de que

éstos pudieran o no ser gestionados de forma eficiente por

medio de empresas con ánimo de lucro. No obstante, para

ser justos, habría que reconocer que el éxito de esta nueva

forma de violencia contra la propiedad pública no se debe

únicamente a un complot urdido de espaldas a la población

—si bien la lectura de los documentos de la UE no parece

sugerir lo contrario. En parte al menos, la crítica liberal a

la propiedad pública apunta bien sobre la arbitrariedad y el

autoritarismo que supone la tutela estatal. Y esto aunque la

alternativa propuesta —la privatización y los mecanismos

de mercado— sólo haya servido para generar nuevos nichos

de negocio para las grandes multinacionales de servicios. De

otro lado, la propiedad pública, especialmente cuando el control

democrático sobre el Estado es tan débil y la corrupción

y la degeneración del sistema de partidos es tan fuerte, no es

garantía suficiente para que las comunidades puedan disponer

de unos recursos que le son propios por derecho.

En este sentido, las formas de propiedad y gestión comunal

pueden suponer un contrapeso efectivo a la privatización.

La simple aceptación de que los servicios públicos son

en realidad bienes comunes, convierte automáticamente al

Estado en un mero intermediario, susceptible de ser depuesto

en sus funciones de gestión, sustituido por otras instituciones

más fiables. Y lo que es más importante, el retorno

a un nuevo sistema de propiedad en régimen de comunales

podría convertirse en una interesante palanca institucional

para la democratización de los servicios públicos, y de todos

aquellos bienes y recursos que la sociedad considere imprescindibles

para su propia reproducción, incluidos buena parte

de los bienes naturales ahora en franca pendiente negativa,

precisamente por la notable «eficiencia» de las formas de explotación

privada.


Se trata de un conflicto que viene dándose desde hace

cierto tiempo en el ámbito del llamado procomún del conocimiento,

y en los aspectos relativos a los derechos de autor y la

propiedad industrial. Como se sabe, Internet y las nuevas tecnologías

han permitido condiciones de acceso al conocimiento

y a la cultura potencialmente universales; basta un terminal

de ordenador y una conexión de red. Las leyes de propiedad

intelectual e industrial constituyen, por contra, las formas

modernas de apropiación y expolio de estos comunales del

conocimiento. La cuestión está en si este conflicto en el ámbito

del conocimiento, que tanta trascendencia tiene para el

futuro de nuestras sociedades, no puede ser en cierta forma

parecido al que se da en otros campos como los bienes naturales

o los servicios públicos.


5.Europa. Europa como problema, como personificación de

las instituciones que han dirigido los golpes de la crisis contra

las poblaciones. Pero Europa también como conflicto, como

territorio privilegiado de los embates del movimiento. Por

pura necesidad, el movimiento se ha visto forzado a hacerse

europeo. No se trata sólo de que su contraparte venga de la

mano del supragobierno europeo y de las grandes corporaciones

financieras del continente, sino también y sobre todo,

de que el movimiento sólo puede ser fuerte a una escala europea.

En ningún momento ha sido tan cierto el viejo adagio

de los límites de la «revolución en un solo país». Ni siquiera si

las experiencias del 15M o de las plazas griegas tuviesen la

fuerza suficiente como para imponer su poder destituyente

hasta el punto de desbaratar los alineamientos del gobierno y

de las oligarquías de sus respectivos países, o de imponer un

impago unilateral de la deuda de sus Estados, podrían conquistar

la viabilidad de un modelo social y económico alternativo.

El castigo de los mercados financieros sobre el país

díscolo se desplegaría en una brutal escalada que empezaría

con la fuga masiva de capitales, seguiría con la clausura de

todos los canales de financiación del Estado y acabaría con

la retirada del euro y un fuerte crash económico. Sólo de una

forma concertada se puede oponer una fuerza suficiente a

los intereses y los privilegios de las oligarquías financieras.

Valga decir que incluso Europa, la misma que en los pasados

siglos se autoproclamara como el centro del mundo,

es hoy sólo una región más en el mapa global, en concreto la

península más occidental del continente asiático. Las otrora

potencias mundiales (Francia, Inglaterra, Alemania) son pequeñas

provincias cuando se consideran por separado. Y al

igual que, más allá de las desbandadas y el colapso, su único

destino posible es trabajar unidas, en solidaridad mutua y con

el sempiterno «Otro» europeo (los países de la orilla sur del

Mediterráneo), la única posibilidad para el movimiento es su

extensión y contaminación a escala continental.

La apuesta por un reparto efectivo de la riqueza financiera,

de poner coto al expolio financiero, de gravar las rentas

de capital de una forma eficaz pasa, en efecto, por la escala

europea. Por eso, la democratización de las instituciones europeas

debe empezar por tomar Bruselas y poner en retirada

a los poderosos lobbies europeos. Igualmente se deberían

crear controles democráticos sobre las políticas económicas,

y especialmente sobre el Banco Central Europeo. Habría

también que convertir al Parlamento y a todas las instituciones

europeas en órganos realmente democráticos y crear

sistemas fiscales y presupuestos europeos capaces de servir

como instrumentos eficaces para la distribución de la riqueza

y el reparto social.


En otras palabras, el progreso de una democracia europea,

que realmente lo sea, sólo puede ser viable desde una

posición declaradamente «no nacional». La reacción nacionalista

a la crisis y el recurso al privilegio del refugio nacional

—especialmente para los Estados más ricos— es quizás la

peor y las más peligrosa de las alternativas al movimiento

europeo. En este terreno, las formaciones populistas, con

sus máquinas de simplificación de la complejidad social en

polaridades sencillas («ellos / nosotros») y de proyección de

los malestares en el odio hacia el Otro (fundamentalmente

el extranjero), se mueven infinitamente mejor. En el mejor

de los casos, un escenario del «sálvese quien pueda de las

naciones europeas» sólo puede dar lugar a una competencia

más intensa entre territorios, lo que sin duda acabará por

resultar en un juego de suma negativa.



La mejor apuesta para el movimiento es la de reinventar la

democracia europea a partir de un vínculo político no fundado

en la nación. Una apuesta que pasaría por pensar Europa

como un cuerpo político que no tiene más fundamento que la

voluntad de aquéllos que lo componen; que el acto de decisión

colectiva que trata de poner en marcha el propio movimiento

contra la crisis. Tal cuerpo político tampoco se podría constituir

sobre un vago europeísmo que a nadie convence, y menos aún

sobre una historia o una cultura común que parece estallada

en metrópolis y ciudades cada vez más complejas y mestizas.

Su consistencia sería meramente política, y por esa misma

razón cabría esperar una extensión tanto hacia el Este como

hacia el Sur del continente, sobre la base del advenimiento de

formas democráticas potencialmente globales.

Estos cinco puntos, al igual que otros muchos —o los mismos

pero planteados de distinta manera— que vienen corriendo

de boca en boca en las asambleas y foros del movimiento, remiten

a preguntas que, de una u otra forma, se han planteado

todos los movimientos históricos por la democracia. Nuestro

sistema político, nuestra forma de gobierno, ¿proporciona

igualdad de oportunidades para la decisión y participación de

todos los sujetos? ¿Evita, mejor que otros, el dominio arbitrario,

la servidumbre y la marginación política? ¿Y la corrupción,

los estatutos de privilegio y el autoritarismo? ¿Proporciona

los medios para el estímulo de la inteligencia colectiva

aplicada sobre los asuntos comunes? ¿Respeta y promueve

la voz de las minorías, las opiniones menos corrientes y las

soluciones más incómodas?

El sistema de partidos de las democracias europeas,

así como los regímenes autoritarios y presidencialistas del

Norte de África —no se olvide, también formalmente democráticos—

parecen haber respondido mal a estas preguntas,

y lo que es más grave, lo hacen cada vez peor. El nombre

«democracia» y la apelación al principio de representación

no sirven, y no deben servir, como paraguas y justificación

de cualquier cosa. Las formas de democracia occidentales

no son las únicas que han existido a lo largo de la historia,

ni son desde luego tampoco las únicas posibles. Instituciones

tan naturalizadas como los «partidos políticos», o

los «sistemas representativos», ni siquiera tienen por qué

ser centrales en un sistema democrático. El movimiento lo

sabe y ha empezado a ensayar otros medios de discusión

y decisión.


Del mismo modo, el movimiento europeo se ha planteado

otras de las preguntas cruciales para toda democracia

que realmente se tome en serio: ¿proporciona nuestro sistema

económico bienes y servicios en cantidad y calidad

suficiente? ¿Lo hace en condiciones de acceso potencialmente

universales (y por lo tanto para todos), al tiempo que

conserva y amplía la riqueza común, incluidos los bienes naturales

e inmateriales, como el conocimiento y el patrimonio

cultural? El capitalismo financiero de los últimos treinta

años, de origen anglosajón pero bien traducido y asimilado

por la Unión Europea, ha demostrado un estrepitoso fracaso

a la hora de contestar a estas preguntas. Hoy los salarios

europeos son iguales a los de hace dos décadas, las desigualdades

sociales son mayores, la calidad y el acceso a

las prestaciones sociales han sufrido un considerable deterioro,

al tiempo que los equilibrios ecológicos, tanto regionales

como globales, no han dejado de precipitarse por la

cuesta abajo de un deterioro muchas veces irreversible. Los

avances relativos, que en estas materias experimentaron algunos

países durante los años dosmil, se han esfumado en

estos cuatro años de crisis. Como se ha tratado de explicar,

la insistencia en las mismas recetas neoliberales condena

a la Unión Europea a un escenario de estancamiento, a un

juego de suma cero en el que los beneficios financieros y de

las grandes corporaciones se obtendrán a partir de un creciente

expolio del cuerpo social, y esto a una escala todavía

mayor y más brutal que la actual.



Por supuesto, a la hora de contestar con alternativas a esta

pregunta, habrá que hacer frente a otro conocido chantaje:

«O aceptáis lo que hay, o acabaremos en el más absoluto de

los desastres económicos», sempiterna variación del espantajo

del socialismo totalitario. Pero lo cierto es que pensar

hoy un horizonte postcapitalista —o que al menos trascienda

las formas más predatorias y brutales del actual capitalismo—

no significa reivindicar con nostalgia el viejo Estado

de bienestar, y mucho menos las economías planificadas del

socialismo real; de hecho, quizás nunca se trató de eso. Pensar

este horizonte más allá de lo actualmente existente pasa

por diseñar una economía que dote de autonomía a las personas,

que no las subordine a la explotación y a la servidumbre.

Pasa por emprender reformas contables, que modifiquen

los criterios al uso de medición de la riqueza, por introducir

medidas que recojan el valor social de aquellas actividades

que son fundamentales para la vida y el bienestar común, al

tiempo que evalúan de forma precisa la destrucción del medio

ambiente y el deterioro de las condiciones de vida. Pasa

por reconocer la enorme riqueza existente y reivindicar su

reparto, no sólo como medida de justicia social, sino de eficiencia

económica. Pasa, en definitiva, por pensar y apostar

por evitar el desastre de este sistema económico: la crisis financiera,

la crisis social y el terrorífico colapso ecológico en

ciernes. Y todo ello a una escala que sólo puede ser al menos

regional (valga decir aquí Europa), si no global.






1 Capítulo III de People of Europe Rise Up! Crisis y revolución en
Europa, por el Observatorio Metropolitano. Editado por Traficantes de
Sueños, Madrid, noviembre de 2011. Disponible en
http://traficantes.net/index.php/content/download/28371/263126/file/crisis_y_revolucion.pdf


2 http://observatoriometropolitano.org


3 En casi todos los países europeos (salvo la notable excepción de

Francia), el último mapa electoral resultante de las elecciones al

Parlamento europeo ofrecía un significativo crecimiento de este tipo de

formaciones políticas, pero este avance era notablemente mayor en los

pequeños países ricos del centro y el norte de Europa; precisamente en

aquéllos en los que el impacto de la crisis ha sido más moderado, pero

en los que el deterioro progresivo de la posición de las clases medias y

de los sistemas de protección social puede apuntar sin ambages sobre

los extranjeros o las políticas redistributivas de la Unión. Estos
países,

como Finlandia, Holanda o Austria, han sido también los principales

aliados del gobierno alemán en el endurecimiento de las condiciones de

crédito y «rescate» a los países del este y el sur de Europa.


4Los actuales sistemas contabilidad no recogen ninguna de las
externalidades

(los costes y beneficios ocultos) que continuamente se producen

en la actividad económica corriente. Por ejemplo, la tala de un bosque

primario en un país tropical se contabiliza en el PIB con el precio,
muchas

veces irrisorio, que la empresa maderera paga al país en cuestión. Esta

acción supone así un incremento del PIB. Sin embargo, los costes de la

tala, como la pérdida de los usufructos directos que ese bosque
reportaba

a las comunidades campesinas adyacentes, en forma principalmente no

monetaria, no tienen ninguna expresión contable en el PIB. Lo mismo

ocurre con las prácticas contaminantes de buena parte de la actividad

industrial o de nuestro sistema de transportes. Otro ejemplo: cuando se

privatiza un servicio público y se externaliza su gestión, el efecto
puede

ser un relativo incremento del PIB, debido a las nuevas transferencias

e intercambios que supone la gestión privada, pero en ningún caso

se contabiliza la degradación de la calidad del servicio que implica la

privatización.


5 De hecho, este proceso de privatización, no se puede dar por
terminado.

Incluso en la vieja Europa, casi todas las legislaciones conservan
restos

del viejo estatuto jurídico de los comunales. Se trata de los bienes

llamados de dominio público, entre los que todavía se comprenden

algunos montes, bosques, zonas marítimas y bienes inmateriales, como

el conocimiento o las obras intelectuales, siempre que hayan pasado

setenta años desde la muerte de los autores.










------------ próxima parte ------------
Se ha borrado un adjunto en formato HTML...
URL: </pipermail/unomada-info/attachments/20120128/43469fe5/attachment-0001.htm>


Más información sobre la lista de distribución unomada-info