[Infos] ¡Todo el poder para las asambleas?
Alejandro Martin Jimeno
Alejandro.MartinJ at telefonica.net
Sat Oct 30 18:49:01 CEST 2004
¡Todo el poder para las asambleas?
Sacado de la web de Ekintza Zuzena. Viernes,29 de octubre de 2004
http://www.nodo50.org/ekintza/articulos.php3
Miguel Martínez
Quiero plantear aquí algunos interrogantes sobre el significado de la
práctica asamblearia en general. Voy a evitar hacer un listado de los
reiterados vicios y obstáculos de esas prácticas que acaban muchas veces
con la paciencia y buena voluntad de quien participa en ellas (por ejemplo,
la deficiente o nula moderación, la incapacidad para debatir o tomar
decisiones, el sexismo, la manipulación partidista, el gigantismo de
algunas asambleas, etc.), aunque mencionaré alguno de pasada. A cambio,
argumentaré primero que la práctica asamblearia tiene una relación bastante
problemática entre su uso como medio de reunión (para deliberar,
reglamentar o comprometerse con acciones específicas) y la finalidad
política de una sociedad organizada fundamentalmente de forma asamblearia.
En segundo lugar, apuntaré que la centralidad de las asambleas tiende a
ocultar otros procesos de relación social, previos o posteriores a ellas,
tanto o más relevantes para hacer efectivas transformaciones sociales de
cierto calado. Por último, defenderé que de la asamblea se pueden derivar
varios tipos de , lo cual, sin embargo, no es sinónimo de . Se trata sólo
de unas breves notas, pero busco con ello que cualquier miembro de
colectivos o (no sólo, poco o que no se declaren necesariamente como tales
en sus ) se pregunte críticamente sobre el sentido de sus asambleas: hacia
dónde van, qué están consiguiendo...
Antes de abordar esas cuestiones, me parece conveniente introducir algunas
que nos ayuden a relativizar lo que entendemos por . Lo primero que
deberíamos advertir es que no sólo colectivos, organizaciones y plataformas
coordinadoras de los movimientos sociales (pacifistas, ecologistas,
feministas, contrainformativos, de okupación, de solidaridad,
antiglobalización, etc.) tienen como eje central de sus actividades de
debate y decisión las reuniones de carácter asambleario, sino que éstas
también están presentes en otras entidades más clásicas, como sindicatos,
partidos, asociaciones, cooperativas, parlamentos, colegios o empresas
(juntas de accionistas), por no mencionar aquellas asambleas de afectados
que se convocan en barrios o centros de estudio y trabajo ante problemas
puntuales.
Una primera diferencia en todo ese conjunto es que, en la mayoría de casos,
la asistencia a la asamblea está abierta sólo a toda persona que acredite
pertenecer a las bases del colectivo promotor de la misma o, más
ocasionalmente, a la población más próxima por ser partícipe de los
intereses o motivaciones que la han suscitado. Entre los grupos que se
autodefinen como también se opera algún tipo de cierre, generalmente de
carácter informal, que regula quién puede o no asistir, aunque en ellos,
como en otras entidades de carácter (las que buscan constantemente ampliar
su afiliación o influencia, tal como ocurre con los sindicatos, partidos y
asociaciones vecinales), se suele aceptar la premisa de a las asambleas (o,
por lo menos, a algunas primeras de ).
Otra reincidente diferencia es que en algunas asambleas está claramente
diferenciada una formal del resto de los y las presentes, constituida
aquella por los miembros que ostentan algún cargo en la organización, por
una comisión coordinadora que preparó la asamblea o por aquellas personas
que poseen más información que el resto sobre los asuntos a tratar;
mientras que tales separaciones son menos fáciles de ver en otras. Una
última diferencia se puede hallar en que, en algunas asambleas, la
intervención de las personas asistentes es muy escasa y cuenta casi más su
asistencia que sus opiniones y votos, actuando dicha asistencia a modo de
confirmativo de lo que allí se propone (y los así lo evidencian) o de
simple (ir a enterarse de qué pasa).
Todo lo anterior nos debe prevenir sobre dos prejuicios frecuentes, a
saber: 1) la celebración de asambleas no es en sí misma una garantía de
cambio social o de democracia, ya que puede ser un mecanismo perfectamente
reproductor de desigualdades y opresiones sociales; 2) las diferencias
entre tipos de asambleas, organizaciones en las que se inscriben,
frecuencia y forma de desarrollo de las reuniones, etc. son importantes y,
en lugar de pasarlas por alto, sería acertado percibir lo que aporta cada
una y en qué están limitadas. Lo que quiero decir, por tanto, es que no es
suficientemente clarificador el que un colectivo se identifique como porque
tantas virtudes pueden comportar los diferentes modelos de asamblea de
otros colectivos no definidos con ese rótulo, como defectos pueden
arrastrar los primeros con algunas o muchas de sus prácticas internas a las
asambleas o impregnando el resto de su vida social.
¿Reuniones Ágiles y eficaces, o pasos hacia una sociedad asamblearia?
Hace ya casi un año la crisis económica y política argentina dejó un saldo
sorprendente en el plano de la organización social: se formaron y
reconfiguraron, durante meses, numerosas asambleas populares en la calle en
continuidad inseparable con movilizaciones de protesta desconocidas en las
décadas anteriores y que, al parecer, hicieron dimitir a varios gobernantes
del país. Nunca antes habíamos podido asistir a muchos de esos debates casi
en directo, fundamentalmente por medio de lo recogido en agencias
independientes de internet (como argentina.indymedia.org, por ejemplo). Y
tampoco han faltado las comparaciones con otras épocas de exacerbada
conflictividad social, cuando huelgas y colectivizaciones obreras, por
ejemplo, catalizaron también intensos y a menudo interminables encuentros
asamblearios; o con movimientos sociales más recientes como el de la lucha
contra el paro en Francia, el estudiantil en México o el antiglobalización
en Italia y España. Las preguntas inevitables ante ese tipo de experiencias
serían: ¿Puede una sociedad compleja, diferenciada y conflictiva,
organizarse permanentemente por medio de asambleas generalizadas? ¿Es esto
lo que pretenden los colectivos o lo que se aprende inconscientemente en
cualquier colectivo que hace asambleas?
Aunque la etimologia de asamblea remite simplemente a , el primer término
ha ido adquiriendo, en la tradición occidental por lo menos, unas
connotaciones que aluden a un tipo específico de reuniones: las que llaman
a la totalidad de integrantes de un colectivo (asociación, ciudadanía,
representantes, etc.) a informar, debatir y tomar decisiones sobre las
cuestiones más señaladas de su actividad. Mientras que puede haber
reuniones de grupos de trabajo, de comisiones o informales entre
cualesquiera miembros y no miembros del colectivo, las asambleas
(especialmente las , que en muchas entidades tienen carácter anual) se
encargarían, sobre todo, de perf lar y aprobar la política general de la
organización, su estrategia a medio o largo plazo.
En ese sentido, una asamblea sería la en la que definíriamos nuestros fines
últimos y decidiríamos los medios prácticos a poner en marcha en
concordancia con aquellos. Las ideas de norma y de institución suelen
suscitar rechazo, y con razón: en las democracias liberales representativas
nos atan con normas que deciden unos pocos, los cuales se atrincheran en
instituciones que nos exigen considerar como si fueran sagradas. Pero una
norma no es más que una especie de termostato con el que regulamos la
temperatura de un colectivo: traduce los objetivos últimos que perseguimos
en instrucciones () y condiciones encadenadas (no consensuamos... podemos
votar..., votamos... podemos aprobar por mayoría simple..., no votamos...
podemos esperar...) Y una institución no es más que el encuentro rutinario
de quienes tienen interés en cabalgar sobre el tiempo: es decir, en
organizar la vida pública desde el presente pensando constantemente (entre
lo razonable y lo obsesivo) en el futuro.
Pero las asambleas, como cualquier otra institución instrumental, al
servicio de fines limitados o ampliados, son unas máquinas frágiles y
paradójicas: con frecuencia modifican parcialmente o sustituyen
completamente normas y decisiones vetustas; están abiertas a una amplia -si
no total inspección pública (esa es una de las funciones del libro de
actas); están subordinadas siempre a debates generales -utópicos- y al
análisis colectivo y controvertido -tópico- de su eficacia y adecuación a
la realidad; son fuertes y débiles porque cuestionan y son cuestionadas; en
ellas se pretende organizar el espacio y el tiempo a la vez que ellas
mismas requieren espacio y tiempo... Todo el esfuerzo que exigen, en
consecuencia, hace comprensible la prédica a favor de su mayor agilidad y
eficacia. Se trata, ni más ni menos, de que el instrumento funcione para lo
que se ha ideado. Y esta demanda será elevada con semejante inquietud tanto
por quien cree en una sociedad asamblearia como por quien no.
Ahora bien, una sociedad con asambleas generalizadas es afín a lo que se
conoce como democracia directa y, en su versión extrema, aboliría
cualquier institución representativa, aunque debería asumir, cuando menos,
alguna de índole coordinadora, federativa o confederativa. No obstante, en
las propuestas menos radicales de democracia participativa, en las que se
conservarían las necesarias instituciones representativas aunque con mayor
transparencia y control social, también se le concederían generosos
márgenes a la realización de asambleas (es el caso, por ejemplo, del modelo
de los presupuestos participativos). En el fondo, reside un
reconocimiento de que las asambleas son el principal medio por el que el
pueblo puede ejercer su soberanía y autogobierno, aunque las ideologías de
democracia radical (incluidas las ) difieren de las más representativas al
considerar las primeras que los otros mecanismos de ejercicio de soberanía
(voto y gobierno, fundamentalmente) restringirían las capacidades del
sujeto soberano (es necesario tener reconocidos derechos de ciudadanía para
poder participar, seguir los procedimientos reglamentarios, etc.) y
traicionarían sus poderes autónomos de organización, de expresión, de
decisión y de acción.
Sin embargo, no son de poca enjundia los problemas esenciales que deben
enfrentar quienes defiendan las asambleas como pasos hacia una sociedad
asamblearia. El primero sería que los son muy grandes en tamaño y contienen
en su seno a gente muy diversa (y, más o menos latentemente, enfrentada en
sus intereses). El segundo es que ya existen gobiernos, autoridades
dependientes de ellos y como pilares de los Estados y sociedades
capitalistas ante los que no cabe la actitud de hacer . Por ello, no se
pueden eludir dilemas como los siguientes: ¿puede haber una (el problema de
la federación o confederación)? ¿Todas las asambleas de todos los
colectivos son igual de legítimas? ¿Cuál es el tamaño óptimo de una
asamblea popular? ¿Pueden reunirse en una misma asamblea grupos sociales
con propiedades y recursos muy desiguales o sólo debemos animar al
asamblearismo a los grupos dominados? ¿Las asambleas reducen o reproducen
esas desigualdades externas? ¿Se debe organizar la sociedad
asambleariamente en forma de a las instituciones estatales o como
complemento a ellas? ¿Agotan las asambleas las formas de decidir
legítimamente o precisan complementarse con otras modalidades distintas
(tanto o más creativas)?...
Por desgracia, creo que ni las experiencias referidas, ni otras avanzadas
apuestas teóricas (como el de Biehl y Bookchin, o la red de del
situacionismo) han dado respuestas definitivas a estas preguntas de modo
tal que se pueda defender sin fisuras este horizonte ideológico (la
hipótesis de una sociedad asamblearia o de una óptima democracia directa)
frente a cualquier colectivo, asociación, empresa cooperativa o plataforma
que simplemente hace asambleas. Sin responder racionalmente a esas
cuestiones, por lo tanto, sería dificil sostener la coherencia entre las
asambleas como medio y la sociedad asamblearia como fin, ya que esta última
se convertiría en un mito ideológico indescifrable.
Coexistencias entre las asambleas y la vida cotidiana
Creo que también es un error común pensar en las ventajas o penurias de las
asambleas -y en las exigentes energías, en todo caso, que nos absorben-,
sin ponerlas en relación con lo que acontece antes y después de esas
reuniones. Por una parte, ya he sugerido que muchas asambleas sólo tienen
sentido al mismo tiempo que existen otras formas de manifestar el poder
social: conflictos y movilizaciones (al agotarse éstos, generalmente,
transmiten su extinción a las asambleas a que dieron lugar). Por otra
parte, también se ha indicado que, a menudo, saltan a la vista las
contradicciones constantes entre nuestras prácticas cotidianas fuera de las
asambleas y los deseos que expresamos en ellas, con mayor o menor tiento,
de acuerdo con los fines y posturas adoptadas por la organización con la
que colaboramos. Con uno u otro signo: por ejemplo, cooperar con otras
personas que consideramos y respetarlas más fuera de las asambleas de lo
que hacemos dentro de éstas con muchas personas a las que somos más y con
las que estamos en posición de mayor ; o, por poner otro ejemplo del otro
extremo, llevando fuera una vida cargada de prejuicios y abusos de nuestros
privilegios (en el bar, en el trabajo, en casa...), que sólo se dejan de
lado temporalmente en las asambleas, cuando se observan fielmente las
mínimas normas de relación (explícitas o implícitas: durante la asamblea).
A m ju c o, en pr mer lugar, para transformar nuestra vida cotidiana
precisamos nociones generales sobre el conjunto de opresiones existentes en
nuestra sociedad (y en el planeta en general). Cualquier momento es
apropiado para discutir, rebelarnos, resistir y modificar en lo posible
esas opresiones. Pero no podemos pretender que todas las personas que
acuden a una asamblea hayan pasado por las mismas reflexiones y cambios. Ni
siquiera que conciban las asambleas en calidad de una experiencia personal
más que contribuya a esos procesos globales, y no sólo como una rutina añadida.
Las asambleas, pues, no serían más que nudos de una red, unas pausas en el
tiempo en las que podemos expandir nuestras reflexiones y reanudar alianzas
y compromisos para aumentar la intensidad de acciones futuras. Estas
acciones pueden alterar nuestros ritmos y actitudes en el resto de nuestra
vida, pero no es seguro que se deba a un poder inherente a las asambleas.
Más bien considero que sería fruto de un enriquecimiento recíproco. Y de la
misma forma que la mayoría de asambleas no constituyen una unidad armoniosa
con un crecimiento vital iniciado fuera de ellas por la mayoría de personas
que las forman, tampoco podemos aceptar de brazos cruzados lo contrario:
que sean precisamente los momentos asamblearios los escogidos por algunos o
algunas para dar rienda suelta a sus frustraciones, a sus carencias de
otras relaciones sociales íntimas o comunicativas, o a sus animadversiones
personales (afectivas) e ideológicas. De nuevo es comprensible que se
demande a menudo más operatividad y diligencia en la realización de las
asambleas. El tedio, la autocomplacencia y la violencia verbal desatada en
algunas serían síntomas del rango de excepcionalidad y de aislamiento casi
mítico que se le confiere a los encuentros asamblearios. Es decir, como si
ese punto de un proceso social más amplio y diverso, tuviera tanta
importancia (o tan poca) que nos olvidáramos de lo que sucede antes y
después de él.
Si no queremos que la asamblea se convierta en una cárcel o en un
espectáculo más, debemos ir preparados. Los temas que se van a debatir en
la asamblea deben conocerse con suficiente antelación y, a la vez, su
debate previo e informal puede facilitar mucho el entendimiento ulterior.
Por supuesto, para debatir hay que informarse, contrastar ideas, escuchar e
ir tomando algunas posiciones propias. De la misma manera, pueden
anunciarse asambleas, comisiones o reuniones exclusivamente dedicadas a
debatir o a generar la información necesaria para debatir, sin la presión
de tener que tomar una decisión precipitada.
Otro de los prolegómenos con similar incidencia lo podríamos situar en las
formas de convocatoria a la asamblea. El éxito de asistencia dependerá en
buena medida de quién, por qué medios, con qué tema, en qué lugar y en qué
plazos se llama, se incita o se ruega para que se junten. De igual manera
que puede resultar superfluo y confuso que asista a una asamblea mucha
gente si no ha existido debate previo (a no ser que se pretenda usar sólo
como símbolo de protesta ante las autoridades o los medios de
comunicación), también será bastante incierta la asistencia si no ha habido
antes una mínima convivencia y conocimiento mutuo entre las personas
convocadas, pudiendo interpretarse toda convocatoria unilateral como una
conducción externa de sospechosas intenciones.
En una asamblea, por lo tanto, se participará cuando existan condiciones
favorables que hayan ido fermentado lentamente con anterioridad a su
celebración (así como otras, claro está, implícitas a su propio
desarrollo). Para participar hay que tener, además, experiencia y
confianza. Experiencia de haber participado y confianza en que vale de algo
hacerlo. Un excelente sustrato para ambas se encuentra en los días y
sucesos posteriores a una asamblea: bien porque en ellos se ha aplazado
alguna decisión importante sobre la que no existía consenso (y no se aprobó
por mayoría alguna), bien porque se han repartido responsabilidades y se
han adquirido compromisos que deben materializarse antes de la próxima
asamblea, bien porque los conflictos dialécticos en la asamblea se han
sentido y permanecen como conflictos personales fuera de ella, bien porque
ha quedado indefinida la fecha y sentido de la próxima asamblea, etc. Si no
existe continuidad entre la asamblea y todo este tipo de cuestiones,
volveremos de nuevo, creo, al aislamiento fetichista de la asamblea.
El no llevar adelante las decisiones tomadas en la asamblea (o no hacerlo
tal como se especificó en la asamblea, o no haberlo especificado
suficientemente) es, como bien se puede deducir, el principal ataque
deslegitimador que le acecha, pero no el único. El hecho de que siempre
unas pocas personas y las mismas cada vez, sean las que asuman compromisos,
tampoco estimula mucho a que otras participen, adquieran experiencia y se
creen lazos de conf anza mutua. El no enseñarse unos a otros lo aprendido,
fuera también de la asamblea, o el no ayudarse material y económicamente,
pueden estar haciendo de la asamblea una ilusión evanescente y con pies de
barro...
¿Una jerarquía invertida y respeto a la autoridad?
Recientemente estuve en un Centro Social Okupado y Autogestionado de
Sevilla, Casas Viejas-2, en el que se exhibía la siguiente inscripción: .
Estaba graffiteada en el interior del portalón metálico de entrada y,
aunque compartía poder evocador con otras pancartas y mensajes en las
paredes de aquella nave, su efecto de despedida para todo visitante no dejó
de llamarme la atención. También retuve en mi memoria un comentario de uno
de los activistas de la okupación: la segunda parte del lema había
molestado a algunas personas, por lo que, probablemente, ya tenía los días
contados. Enseguida me pregunté si la decisión de borrar esa alusión a la,
en entredicho, autoridad de la asamblea, había sido discutida en asamblea,
si esas cuestiones se arreglaban en conversaciones informales y si alguna
persona de otra asociación o colectivo o de otro movimiento social
simplemente esquivaría el envite con una sonrisa de incomprensión ante esos
gestos decorativos.
En realidad, la clásica consigna anarquista , presentada así de desnuda,
siempre me ha parecido que encierra demasiada ambigüedad. Y, además, creo
que las asambleas sí tienen alguna autoridad estimable debido a lo ya
expuesto: son órganos voluntarios cuyos acuerdos nos vinculan y, por tanto,
debemos respetar y materializar. Una tercera herejía es que no sólo serían
rechazables autoridades no o emanadas de la asamblea: se podría ampliar la
excepción -sin que se nos caigan los anillos por ello- incluso para
aquellas autoridades que actúen de forma justa, transparente y sean
revocables en todo momento, aún siendo designadas en un marco político con
el que estemos en desacuerdo. Desde luego, no se puede cambiar la sociedad
en dos días (o en dos asambleas) y lo anterior no obsta para que se pueda
ejercer el derecho a la desobediencia legítima a cualquier autoridad o ley
que consideremos injusta (bien por lo que hacen, bien por cómo lo hacen),
argumentando y sopesando esto último justamente..
De acuerdo con esto, las asambleas, en buena parte de los colectivos que
las adoptan bajo las modalidades expuestas, constituirían un órgano
superior en una estructura jerárquica de decisiones, por mucho que
instituyan en su seno la máxima igualdad u horizontalidad posibles. Aunque,
conviene insistir en ello, ni las asambleas agotan la vida social u
organizativa, ni de ellas -por sí solas- se pueden esperar grandes cambios
sociales. Más bien, se debería hablar aquí de una jerarquía invertida, por
oposición a aquellas organizaciones en forma de pirámide clásica en que las
decisiones más importantes son tomadas por los menos y a las que se
denomina, habitualmente, . Pero el autoritarismo, entendido como abuso de
autoridad, puede ser un fenómeno que también se manifieste en el vientre
mismo de las asambleas o en su entorno inmediato.
El término autoridad guarda estrecha familiaridad con los de autor y
autoría, es decir, que se referiría al sujeto (individual o colectivo) de
una obra (acción, opinión, discurso, norma...) Sólo el autor o autora puede
actuar o presentarse, así como sólo él o ella puede delegar o ser
representado. Una forma básica de autoritarismo se pone de relieve cuando
alguien, ostentando alguna autoridad o cargo, se expresa en una asamblea (o
fuera de ella) ejerciendo una opresión sobre las posibilidades de expresión
de otros u otras. Podríamos extender la calificación de autoritarismo al
hecho de que alguien o varios (las comisiones, portavoces o secretarios/as)
en quienes ha delegado la asamblea algún trabajo puntual, se desvíen de lo
encomendado, actuando en contra de los principios generales acordados en la
asamblea o siguiendo únicamente sus propios intereses. Es una práctica,
desde luego, más sutil y que no acostumbramos a denominar a no ser que
asumamos la definición antes ofrecida: abuso de autoridad, es decir, abuso
de la confianza, autonomía y delegación que ha sido autorizada por la
máxima autoridad (el conjunto de quienes componen la asamblea).
En la asamblea, por lo tanto, se crea una autoridad (colectiva, para más
señas). Un colectivo asambleario o un régimen político asambleario velarán
por que ese proceso de constitución como sujeto colectivo no conlleve
autoritarismos individuales o corporativos. A la vez, el respeto a la
autoridad de la asamblea no significa negárselo, necesariamente, a
cualquier otra autoridad siempre que ésta sea autorizada por la asamblea.
Es, de hecho, común y necesario que se delegue o confíe en (comisiones,
portavoces o secretariados) con suficiente libertad de actuación al tiempo
que se garantice que puedan rendir cuentas a la asamblea ante sucesos
conflictivos o cuando se les solicite.
Sólo con esta argumentación en mente me parece que es posible entender que
no están muy desencaminadas algunas de las críticas que aducen los
activistas de clásicas organizaciones piramidales en contra de los
colectivos que se autodenominan vagamente como y . Aunque la intención de
esas críticas se dirija a la línea de flotación del como opción política,
podemos valorar aquí tales acusaciones sólo como rasgos perversos de un
intrasigente manifiesto en posturas como las siguientes: sólo me interesa
asamblea, no la de otros colectivos; basta con que exista una asamblea para
que ya exista organización o activismo social; ningún delegado ni
representante están permitidos para no traicionar la preeminencia de la
asamblea; los contenidos debatidos en la asamblea o los autoritarismos
interiores a ella se consideran secundarios a la realización ritual de la
asamblea; se pueden hacer asambleas en cualquier lugar, de cualquier forma
y sin ninguna preparación (en medio de una carretera, delante de la
policía, etc.); sólo los individuos intervienen libremente en la asamblea,
aunque sea evidente la existencia de organizaciones, corrientes de opinión,
grupos, camarillas o , sobre los que no cabe discusión, etc. Por desgracia,
el o la ardiente asamblearista construye así una identidad excluyente y
escasamente autocrítica, y sus asambleas rara vez serán ejemplo o atractivo
para personas más o menos próximas.
Para concluir ya: tal vez la paradójica condición de las asambleas, su
apertura a las voluntades individuales implicándolas en la conflictiva y
provisional configuración de una general, sea indisociable de todas esas
(aparentes) fragilidades a las que hemos pasado revista. En particular,
podemos convivir pacíficamente con nuestros mitos (el de la sociedad
asamblearia, el del y el del , en los sentidos antes mencionados) o
cuestionarlos y matizarlos todo lo que sea pertinente en cada contexto en
el que se manifiesten. No obstante, como he intentado argumentar, nuestras
virtudes y potencialidades podrían adquirir muchas en las asambleas si, al
mismo tiempo, vamos poniendo en tierra muchos otros cimientos y
construyendo desde prácticas más indeterminadas y menos burocráticas que
las necesariamente exigibles para conseguir la de muchas asambleas- más
satisfactorias relaciones sociales con quienes tenemos más cerca, por lo menos.
Miguel Martínez
Nota: Agradezco las valiosas críticas y sugerencias de Ana Lorenzo a dos
borradores previos de este texto.
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